La mujer está de pie, en la acera frente al edificio, inmóvil.
La gente que camina por la calle la rodea, algunos la observan, pero todos continúan
con sus caminos, con sus vidas. Luce un sol infernal que da de lleno a la mujer
en el rostro, no lleva gafas de sol y su pelo, negro como el azabache, brilla
mas que nunca. Es una sensación agradable a pesar de la asfixiante humedad. El
poder disponer de unos segundos mas antes de hacer lo que ha venido a hacer. Es
reconfortante. Consciente de que cuando pasen unos días, ese es el recuerdo que
mejor habrá quedado grabado a fuego en su memoria. Ese coctel mal medido de excitación,
miedo, dudas, ganas y culpa. Huir a todo eso carece se lógica.
Ojalá el mundo fuese mas perfecto. Bueno, no es exactamente eso.
Ojalá las personas fuesen mas perfectas. Pero resulta que no: ni lo son, ni lo
fueron, ni lo serán. Y el problema no es nuestra imperfección sino nuestra incapacidad
para asumir las imperfecciones propias o las ajenas.
Una vez, en una lectura poética, un anciano le dijo que lo
mas perfecto del mundo está lleno de imperfecciones. Esto sucede porque nuestra
mente desconfía de ese artificio que es la perfección. Preferimos ciertos
toques de imperfección en todo porque eso lo humaniza.
Ella es imperfecta y está rodeada de gente imperfecta,
incluso la persona a la que va a ver es imperfecta. Gracias a Dios. A cualquier
dios, ente o lo que sea que flota por encima de nuestras cabezas y nos empuja
de un lado a otro. Se lo deben estar pasando en grande esos seres superiores contemplando
como arrastramos nuestras inseguridades allá donde vamos. Es como ver una
manada de hormigas que no saben mantener una fila ordenada.
Se ha vestido como él le ordenó: una camisa de botones de
manga corta y una falda. ¿Por qué la ha hecho vestir así? Imagina que porque así
le resultará más fácil hacer lo que va a hacer con ella.
La mujer vuelve a observar el edificio, quiere subir al piso,
pero también quiere esperar unos instantes más, quiere entender si hay algún otro
motivo que la impida subir al piso de aquel tipo.
Lo hay. Aunque no es lo suficientemente importante para
impedirle hacer lo que ha venido a hacer. Quizás hace tres meses fuese mas
importante, quizás hace un año fuese un impedimento real. Ahora ya no. Porque por
fin ha comprendido que nada ni nadie puede impedirle seguir caminando, seguir
aprendiendo, seguir conociendo ni seguir soñando.
Nadie, nadie, nadie… ni tan solo su peor enemigo: ella
misma.
La mujer se acerca al interfono, oprime el botón del piso y después
del zumbido, empuja la puerta. Dos minutos mas tarde está empujando una puerta
que la lleva a un pasillo vacío. Hay un antifaz colgando del telefonillo. Lo coge
y se lo coloca sobre los ojos. Después dice “ya puedes venir”. Lo pronuncia con
la voz mas firme de la que es capaz. Entonces escucha los pasos de alguien
acercándose a ella… quiere hacerlo, quiere seguir experimentando con su cuerpo,
pero también con su mente. Quiere ceder el control. Quiere no poder ver para no
poder controlar. Quiere convertirse en un instrumento para el placer de otro. En
primer lugar, porque lo necesita, pero, sobre todo, porque es la única manera
de seguir viviendo con una media sonrisa dibujada en los labios.