Ella llegó a casa de él de forma puntual, esperando con
paciencia a que las dos manecillas del reloj se fusionasen bajo el numero doce
para, a continuación, oprimir el timbre del portero automático y permitir, de
esta manera, perder el control de parte de su vida. De camino hasta ese momento,
ella se había planteado mil propósitos que construir y destruir en su propia
mente, como si sintiese que lo necesitaba de la misma forma que sentía que
nunca era el momento. La realidad es que nunca es el momento de nada, ni tan
siquiera cuando alguien, desde el más ignorantes de los convencimientos,
asegura que es “su momento”. Los momentos no son más que las vías de un tren donde,
en la lejanía escuchas un sonido que puede ser la aparición de la humeante locomotora
a todo vapor o simplemente el graznido de un cuervo. Los momentos son piezas de
tiempo que usamos a nuestra conveniencia para conseguir dormir más
plácidamente.
Ella subió los escalones y allí estaba él, esperándola en el
rellano para darle dos besos, acompañarla al interior de la casa y comenzar
todo aquello cuanto habían planeado que debía suceder.
Y he aquí el primer inconveniente porque, a pesar de lo que aseveraba
siempre Hannibal: los planes nunca salen bien. A no ser que el plan sea tan
simple como cerrar una puerta a tus espaldas y ver que sucede. Y eso es, precisamente,
cuanto habían planeado las dos personas ahora frente a frente en el comedor de
la casa de él. Quizás hubiese otros planes salidos de la boca de ella como “quiero
que todo suceda poco a poco, descubriendo” o “quiero sentir que te he cedido todo
el control”. Frases que pueden significar bien poco a los ojos y oídos de los
extraños pero que para ellos dos tenían todo el significado del mundo.
El hombre la desnudó lentamente, como si ella fuese de
cristal y pudiese romperse al forzar una de sus prendas. Después la tocó por
todo el cuerpo, igual de lentamente, pasando la punta de sus dedos por cada una
de las partes de ellas, desde las mas obvias a las mas escondidas.
Ella sonreía, nerviosa, permitiendo que el hombre se apoderase
del momento. Intentando no pensar en nada y dejando que las sensaciones se
convirtiesen en la llave de esas puertas firmemente cerradas. Alguna de esas
llaves debía abrir alguna de esas puertas, inevitablemente.
El hombre la ordenó que se arrodillase y abriese la boca.
Ella obedeció mientras el hombre se desnudaba de cintura para abajo.
Lo que sucedió después no fue mas que la consecuencia de dos
almas destinadas a encontrarse, a aprender la una de la otra, a descubrirse a
si mismos y a experimentar el placer del sexo, pero también el placer de lo
nuevo, el placer de no sentir presión ninguna por lo que sucedería a
continuación, el placer de lo prohibido y lo desconocido. El placer de volver a
casa, observarse en un espejo y darse cuenta de que el rostro que observamos es
el mismo del día anterior pero diferente. sonreírnos a nosotros mismos frente a
ese espejo y decirnos “bien hecho, ahora puedo continuar”.
El placer no solo por el placer.