Estuvieron conversando cerca de treinta minutos. Ella preguntaba, quizá perdiendo la timidez a cada palabra, mordiéndose la lengua de pura vergüenza. Mientras tanto, él se esforzaba por contestar de la manera más decente y humilde. No porque creyese que ella no pudiese entenderle sino porque no quería llenar su cabeza de nociones ni percepciones. Mejor eso que estar una hora acercándose y alejándose de esa afirmación para acabar en la misma meta.
Hubo un momento en que ella parecía no tener más preguntas, ahora se limitaba a jugar con una copa de cerveza, que había rodeado con un trozo de servilleta de papel para saber que era la suya, mientras observaba al hombre, como intentando comprender si aquello estaba o no estaba bien. O, mejor dicho, si aquello era lo que realmente ella deseaba. ¿Quería someterse a los designios de aquel desconocido? ¿Aunque fuesen los suyos propios? Puede que sí, en realidad lo deseaba con todas sus fuerzas. Aunque, al instante siguiente, la malsana lógica la empujaba hasta ese fangoso terreno que es el miedo y las dudas.
Finalmente, el hombre le preguntó qué quería hacer.
La mujer se encogió de hombros mientras daba un nuevo trago a su cerveza. Solo sabía que necesitaba descubrir ese lugar que la alejase de la cotidianidad. Siempre lo había deseado, en verdad. Deseaba experimentar dolor y que ese mismo dolor la transportase hasta el paraíso del más desconocido de los placeres. Deseaba ir, pero también deseaba marcharse.
El hombre volvió a preguntar.
Y, entonces, ella contestó.
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