"La cruz de hierro", Sam Peckinpah, 1977 |
En las pérdidas nos quedamos con las frustraciones, las propias, sin darnos cuenta que la persona que hemos perdido le gustaría ser recordada por todas las cosas buenas que vivisteis juntos. La persona que perdí tenía cosas malas, como todos, pero las cosas buenas superaban a las malas por una goleada épica.
Me ha costado años reescribir esa despedida, olvidar ese instante que me conduce a la frustración y hacer de las cosas buenas de esa persona un conjunto que se acaba conformando en un maravilloso recuerdo.
Lo peor del hecho de que un ser querido se marche sin avisar es que no sabemos como enfrentarnos a eso. Pero sucede lo mismo con los seres queridos que se marchan avisando de su partida. Somos los que nos quedamos quienes tenemos que lidiar con el duelo. Ellos no. Y somos nosotros los únicos que podemos convertir nuestra frustración o nuestra inevitable pena en un recuerdo maravilloso. Recordando todo lo bueno que nos aportó esa persona, valorando también todo aquello con lo que no comulgábamos, dando cada día las gracias a esa persona aunque no esté ya con nosotros. Obviando la frustración de la despedida abrupta.
He aprendido, después de muchos años, que culpar a todo cuanto nos rodea de lo que no somos capaces de solucionar por nosotros mismos es la peor forma de continuar en el mundo porque en ese ejercicio incluso somos capaces de culpa a quien se ha ido por haberse ido demasiado pronto o sin despedirse.
Tan solo hay que saber que en esa vida, la gente viene y se va. Y de la misma forma que esas llegadas son fruto de la casualidad, las partidas también. La vida es bella y apenas controlamos nada respecto a esa hermosa vitalidad. Pero si algo podemos controlar es el hecho de comprender que todo es accidental.
"Todo es accidental. Accidental por las manos. Las mías, las otras. Todas sin mente. De un extremo a otro y ninguna funciona, ni funcionará jamás. Aquí estamos, en la tierra de nadie, tú y yo" ("La cruz de hierro", Sam Peckinpah, 1977)
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