martes, 14 de octubre de 2025

El ángel caído, el demonio renacido


Hay encuentros que duran apenas unas estaciones, unas horas compartidas entre sombras y luces. Y sin embargo, ese breve parpadeo en el tiempo puede dejar una huella más profunda que mil días repetidos junto a rostros familiares. Son almas que se cruzan con nosotros como cometas: fugaces, intensas, inolvidables. En el universo del BDSM, donde la piel habla y el silencio se vuelve pacto, estos vínculos adquieren una gravedad distinta. La intimidad se condensa, la confianza se vuelve rito, y lo efímero se transforma en eterno.

Hoy os quiero hablar de N.

Conocí a N. hace muchos años, cuando yo me creía un demonio errante, sediento de dominio, y ella se aparecía como un ángel recién caído, un alma tan pura que merecía ser colocada con mimo frente al vitral de una iglesia, como ofrenda de luz. Pero la vida, con su ajustada ironía, nos desnudó de las máscaras con las que nos mostrábamos: ni yo era tan oscuro, ni ella tan celestial. Chocamos como dos bestias heridas, olfateando en el otro la promesa de un refugio. Porque hay heridas que no se curan en soledad, y hay lenguas que saben consolar mejor que el silencio de una casa vacía. Ella buscaba explorar los pliegues de su entrega, mientras huía de una realidad que le pesaba como un abrigo mojado. Yo buscaba todo lo que ella encarnaba: ese ángel dispuesto a descender, a rendirse, a ser gozado sin medida, sin horario, sin pudor. Pero no era solo un juego de roles, no todo orbitaba alrededor del BDSM. La realidad era la la dicha de estar acompañado por alguien cuya sola presencia te enciende, te eleva, te devuelve al mundo con los ojos brillando. Y es que no hay nada mas feliz que hacer feliz a otra persona. Yo intenté eso. Cuidarla, mostrarle el BDSM, escucharla e intentar comprender una vida diferente a la mía, su vida llena de contradicciones. No se si lo conseguí, me gustaría pensar que la ayudé tanto como ella me ayudó a mi sin darse cuenta. Aunque a la vista de ambos aquello era pasarlo bien, tener un lugar donde convertirnos en dos malditos y después sentarnos en el sofá a ver la tele. Porque incluso los ángeles, incluso los demonios, necesitan de cierta cotidianidad y compañía.

No puedo negar que su recuerdo me visita con esa nostalgia dulce y punzante que te susurra al oído: “hazlo de nuevo, aunque sea una sombra de lo que fue.” Hay memorias que no se conforman con ser pasado; se convierten en deseo, en eco, en promesa. Y aunque el tiempo las haya cubierto de polvo, basta una chispa —una mirada, un gesto, un silencio compartido— para que el cuerpo recuerde y el alma anhele repetir el rito, aunque sea en una versión lejana, imperfecta, pero viva.

Muchas almas han cruzado mi vida, algunas con el peso suficiente como para dejar cicatrices. Y sin embargo, es N. una de las que permanecen, como una agradable melodía que no se apaga y te invita a bailar en silencio, susurrando su nombre en el aire. ¿Por qué ella? Tal vez porque nos quedó pendiente una última conversación, esa que nunca ocurrió, una incomodidad que es una página sin escribir dentro de un libro. Necesito saber si está bien, si alguno de sus sueños (aquellos que acariciaba con palabras) se han cumplido. Quería ser escritora, y lo era ya, en su forma de mirar, en su manera de callar. Era poeta, incluso cuando no escribía. Rezo, sin saber a quién, para que su vida sea plenitud, sea fuego, sea calma.

Y sí, confieso que me gustaría tenerla de nuevo a mi servicio, sentir esa entrega que era también un juego de espejos. Pero no volvería a verla por todo eso. Volvería a verla solo por el temblor de su sonrisa tímida, por el sonido de su voz, que aún parece buscarme en los rincones del recuerdo.


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