viernes, 14 de noviembre de 2025

La (nada) sutil diferencia entre la filosofía y filosofar


Me gusta hablar. Mucho. Hablo en la ducha, hablo en el coche cuando conduzco, hablo en voz baja cuando leo los ingredientes del champú. Hablo mucho porque me gusta escucharme, es lo que tiene ser un egocéntrico de marca blanca. Cuando estoy frente a alguien y no dejo de decir tonterías, me interrumpen con (casi) admiración diciendo “¡Qué filosófico!”. Yo sonrío, asiento e inmediatamente rezo porque no tengamos que hablar de filosofía de verdad. Porque lo que mejor se me da es construir frases que he leído en algún lado y montar un delicado andamiaje con ellas que espero que no se desmorone. Ayer una persona me pregunto si me gustaba la filosofía y le contesté inmediatamente que sí, pero creo que no fue la mejor de las respuestas porque la cruda realidad es que no tengo la menor idea, me gusta, la leo ocasionalmente y la comprendo, pero sigo siendo un ignorante. ¿El motivo? En parte es debido a mi escasa capacidad de retención y también por culpa de mi desmesurado ego que me hace creer que mis conclusiones filosóficas son mejores que las de los mejores filósofos de la historia. Como ese machirulo que está comiendo doritos sentado en su sofá viendo como Messi falla un gol y grita “¿Cómo puedes fallar eso, si lo meto hasta yo?” cuando en realidad lo único que ha metido en los últimos quince días es la pata cuando le preguntó a su vecina con sobrepeso si estaba embarazada.

Las cartas sobre la mesa: no tengo ni idea de filosofía. Pero filosofar, eso sí que lo hago, de maravilla, como el mejor actor del mundo.

Filosofar no es citar a Platón en latín ni conocer el significado de “ontología” (he tenido que ir a buscar una palabra aparente, lo reconozco… y sigo sin saber qué significa). Filosofar es preguntarte cosas que no tienen respuesta fácil. Es quedarte embobado mirando el tambor de la lavadora dando vueltas con tu ropa dentro y preguntarte que sucedería si el alma tuviese un programa de lavado rápido. Filosofar es jugar con conceptos e ideas como quien juega con fuego. Soy muy juguetón, lo reconozco. Demasiado.

Lo he confesado antes, me gusta hablar. Mucho. Incluso me gusta hablar sin saber. Pero ojo: soy consciente de mi propia ignorancia. Y ahí está la magia: filosofar no exige tener respuestas, exige tener preguntas. Y yo tengo muchas. ¿Por qué nos enamoramos de quien no nos conviene? ¿Por qué el tiempo pasa más rápido cuando estás en el baño que en una cena familiar? ¿A dónde van a parar los calcetines que se pierden? ¿Por qué nos estimula intelectualmente una persona desconocida?

Voy a hacer un grandioso ejercicio de ignorancia y estupidez: no saber de filosofía me libera. No tengo que respetar escuelas, corrientes ni recordar nombres. Puedo inventar mis propias teorías basadas en memes que he visto en Instagram. Puedo decir que el sentido de la vida es tener la bateria del móvil siempre al 100%. Y si alguien me corrige, sonrío irónicamente y digo: “Gracias por tu aporte, Sócrates”.

Filosofar es construir la torre Eiffel con palillos. A veces la construcción es elegante, aparente, hermosa incluso. Otras veces es un despropósito que apenas se mantiene en pie, construido con preguntas sin respuesta. Yo soy mas de lo segundo. Pero, y aquí está el secreto, si al final alguien se queda pensando, aunque sea un segundo, ya has generado una corriente filosófica, aunque sea tan insignificante como el cerebro de ese señor de pelo naranja que quiere dominar el mundo.

No tengo estudios de filosofía, tampoco una pipa a la que dar profundas caladas sentado en un sofá frente a una chimenea para parecer profundo. Pero tengo curiosidad, ganas de hablar y cero miedos a decir tonterías con estilo. Y eso, sabedlo ahora, es filosofar. Lo siento, mentí cuando dije que me gustaba la filosofía… lo que me gusta realmente es filosofar.

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