Era un toro bravo, eso creía ser, esperando pacientemente en el centro de la plaza, convencido de ser la mejor versión de lo que suponía por bravura, con la sangre latiéndole en el hocico y apretando con fuerza sus recias patas contra el suelo para coger impulso y conseguir derribar al torero. ¿Era una mujer el torero? Parece que sí, aunque lo que mejor recuerdo es el desmedido afán de ella por doblegarle y la obstinación de aquel animal (si, era un animal) por luchar contra su destino. Incluso los mejores toreros tienen un mal día, y él lo sabía.
Al abrir la siguiente caja, la torera, sentada en el suelo del comedor de su nueva casa, observó el artilugio que había allí escondido, respirando aliviada porque nadie le hubiese ayudado a abrir aquella caja. A pesar de su valentía, habría muerto de vergüenza. La mujer levantó el instrumento hacia el techo del comedor e imaginó a todo aquel público, puesto en pie, vitoreando y aplaudiendo lo que debía significar su última victoria. La mujer les saludó a todos ellos mientras el toro, en la plaza, continuaba con la vista fija en la puerta de toriles, esperando que apareciese su oponente, blandiendo aquella arma y dispuesto a enseñarle a ella el significado de la palabra bravura.
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