La mujer da dos pasos, sosteniendo el arma frente a ella. El toro bravío se retrasa unos metros, observando desconfiado, resoplando como el animal salvaje que realmente se cree. El toro intuye el peligro, a pesar de que la mujer pesa diez veces menos que él y que lo que sostiene no es ni la mitad de una de sus afiladas astas. Pese a ello, el animal salvaje recula unos metros. No las tiene todas consigo. La mujer coge aire y observa al animal. ¿Debe enfrentarse a él? No debería por el más simple de los motivos: son iguales. Los dos intentarán dominar al contrario y uno de ellos morirá en el intento. No habrá momento para banderas blancas, tampoco pausas para refrescarse. En cuanto comience la guerra, ninguno parará hasta derrotar al otro.
La mujer observa la caja que hay a sus pies. Es la segunda mudanza en tres años y está cansada, un cansancio que va más allá de lo físico. Además, en la anterior mudanza no supo desprenderse de objetos ni emociones y ahora, abriendo de nuevo las cajas, las emociones vuelven a ella. Quizás no sea el momento de enfrentarse al toro bravío. No le quedan fuerzas. Quizás lo mas inteligente sea devolver el arma a la caja, junto a sus deseos y al resto, devolver después la caja al armario. Quizás pueda esperar unas semanas, recuperar las fuerzas, volver a enfundarse en ese traje torero que tan bien le sienta, recuperar de la caja el arma y el deseo, enfrentarse entonces al toro bravío.
Porque en ese momento, a ninguno de los dos le importará perder, convencidos del significado de ganar.
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