Sus rubios cabellos, enroscados en un rizo casi imposible, caen sobre sus hombros. Lleva un hermoso un vestido negro, ceñido y por debajo de la rodilla, de manga y cuello altos. Medias negras. Botas negras. La buscada oscuridad, sumada a la noche, contrasta con su piel blanquecina, con su pelo rubio y sus ojos brillantes. Vuelvo a observarla, sentados en la terraza de un restaurante.
Ha caído la noche y un gato, escondido en la oscuridad del jardín, maúlla suplicando para que algún bondadoso comensal se apiade de él y le lance un poco de comida. Nadie lo hace porque nadie consigue ver al animal.
Lo que sí pueden ver es la hermosa mujer rubia que está sentada frente a mí. Compartimos una botella de vino, dándonos a probar los platos que hemos pedido. Comiendo, bebiendo, no puedo despegar mi vista de ese ángel recién caído del cielo que, poco antes, habían sido el diablo más perverso y sumiso del mundo. La perversión no es un defecto. O no lo es en el mundo que nos ha tocado compartir. Nunca he visto un ángel tan dispuesto a todo, tan servil, que disfrutase tanto con todo. Es como una de esas esponjas casi resecas que caen a un cubo de agua y comienzan a hincharse, absorbiéndolo todo, vaciando el agua del cubo. Observo su rostro y me sorprendo de que ese ángel, de que ese diablo me pertenezca. Porque resulta que es mía. Su cuerpo, su voluntad también. Aunque en ese momento, en el restaurante, no es mi sumisa sino una mujer a la que me apetece escuchar, me apetece ver sonreír, comer y tocarse el pelo. Somos dos seres que se miran cada mañana en el espejo para adquirir conciencia de que continuamos ahí. Dos personas que encendemos el televisor para encontrar una voz que nos acompañe. Somos dos solitarios destinados a encontrarse porque no sabemos mentir cuando aseguramos que hemos aprendido a estar solos.
Observo a mi alrededor, en las otras mesas hay parejas, también un grupo de cuatro mujeres que parecen profesoras porque hablan de sus alumnos. No somos demasiado en el restaurante, estamos todos en la terraza, junto al jardín, al abrigo de unas estufas que un amable camarero ha colocado en hilera junto a nosotros. Una especie de fuego que nunca acaba de arrancar, centellea a nuestro lado. Observo a mi sumisa y comprendo que todos somos muchas cosas y que ninguna de ellas se ven a simple vista. Si consigues escarbar en la tierra húmeda con tus dedos y beber del manantial que estaba escondido, entonces eres la persona más afortunada del mundo. Aunque no tengas sed.
Aún no he escarbado toda la tierra, no tengo prisa. Observo a mi sumisa, sonreír de forma tímida, y creo que es la mujer más hermosa que he visto antes. Y, además, es mía.
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