domingo, 4 de octubre de 2020

La señora M. (parte 1)

 

10 Cosas y gestos que hacen las mujeres que vuelven locos a los hombres en  cuestión de segundos

Pervertir a un desconocido no es tarea fácil. Has de introducir tus dedos en voluntades ajenas y tirar con fuerza para abrir el cofre. Todos tenemos esos resquicios por donde comenzar, aunque muchas veces no pueden ser abiertos por la simple verdad de que desconocemos donde habitan.

Siempre me ha gustado pervertir a quien me atrae física o intelectualmente. En cierta manera, soy tan perverso como amoral, no voy a ocultarlo. Disfruto lanzando a las personas lejos de su zona de confort para llevarlas hasta un territorio donde la seguridad es un axioma. Y no hablo de seguridad física sino de la emocional.

No es un juego y si alguien cree que estoy jugando entonces debería recordar que la vida, en sí misma, es un gran tablero.

No desvelaré el nombre de la señora M. porque sus circunstancias obligan a mi prudencia a quedarse en un territorio cercano al silencio. Pero sí que contaré como pervertí a la señora M.

La conocí a través de Internet. Ella escribía un blog donde, en ocasiones, dejaba entrever una temática que la etiquetaba como sumisa. Y yo soy uno de esos amos, de esos que husmean en el aire mientras se afilan los dientes con una piedra roma. Dos más dos son cuatro y esta simple suma es fácil de hacer porque llevo toda mi vida pervirtiendo a quien prefiere quedarse en su zona de confort. Pero, como he dicho antes, para pervertir a alguien, ese alguien debe mostrar los resquicios donde meter tus dedos de depredador.

Soy una persona normal, pero también soy consciente de que la vida está construida a base de momentos inolvidables. La mayoría de esos momentos los asocio a la dominación, a la gente nueva que entra en mi vida. A ver por primera vez a alguien retorciéndose de dolor a mis pies.

Después de intercambiarnos algunos correos electrónicos, le envié el definitivo donde le decía que la esperaría a las 6 de la tarde en un bar de la ciudad. Le dije como debía vestir. También le advertí que de nada serviría que asegurase que no iba a acudir a la cita porque yo iba a estar allí esperándola. Como no podía ser de otra manera, la señora M. contestó diciendo que no quería hacerme perder el tiempo, asegurando que nunca acudiría a esa cita. Estoy convencido de que contestó a mi correo pellizcándose los labios con los dientes.

Un truco para mover tus piezas mejor sobre el tablero consiste en que cuando alguien te diga que no quiere hacerte perder el tiempo, en realidad está diciendo que no se atreve a algo. Incluso sin ser consciente de ello. Como cuando escondes los brazos bajo las sábanas para que no te toque un fantasma que no existe. Siempre obedeciendo a tus propios miedos.

Aunque de forma epistolar, respondí de forma tajante, ordenándola que no volviese a escribirme: iba a estar esperándola en ese bar y a esa hora. Ella no respondió, tiñéndolo todo de un silencio necesario. La mejor de las noticias, porque el silencio no es un “No”, pero sobre todo… porque ella había obedecido a mi primera orden (el que no volviese a contestar uno de mis correos). ¿Habría encontrado el resquicio donde meter mis dedos? Seguro que sí, podía olerlo en el aire.

Dos días más tarde, entré en el bar donde la había citado y me senté en una mesa alejada de la entrada. Yo había visto alguna foto suya, publicadas en su blog, casi todas mostrando una maravillosa desnudez aunque su rostro estaba difuminado. Ella no había visto ninguna foto mía por lo que, reconocerla, iba a resultar tarea fácil, a pesar de que el bar estaba lleno.

La señora M. apareció al cabo de cinco minutos, envuelta en un abrigo. La reconocí de inmediato, su pelo como ondas de mar, su sonrisa de arcángel y su demoniaca silueta. Se detuvo en la puerta y contemplando interior. Sabiéndose observada por su misteriosa cita. Levanté mi mano haciéndole una seña. Ella sonrió y se acercó a la mesa, me levanté para saludarla dándonos dos besos en las mejillas aunque también aproveche ese momento para cogerla del brazo y apretar un poco. La señora M. se quitó el abrigo y tomó asiento. Iba vestida tal y como la había ordenado, con un vestido de algodón sin mangas, la falda por encima de las rodillas y sin ropa interior. Supe de inmediato que iba sin ropa interior porque sus pezones luchaban por romper el algodón de su vestido. La señora M. cruzó los brazos sobre sus pechos, ocultando tan maravilloso espectáculo.

-He venido -dijo sonriendo- pero eso no significa nada. No va a pasar nada.

Satisfecho de mi mismo, con el ego luchando por escapar de mi pecho y comenzar a lanzar fuegos artificiales, me limité a observarla mientras yo dibujaba en mi rostro una sonrisa amable. Los comienzos… ¡oh los comienzos! Esas primeras miradas que se beben la vida, dibujando notas musicales en el aire. Y la señora M. asegurando que nada iba a pasar, una y otra vez.

Claro que no va a pasar nada, por eso has obedecido a un desconocido y has ido a su encuentro vestida como te han ordenado.  

Claro que si señora M.

(continuará)

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