jueves, 8 de octubre de 2020

La señora M. (parte 4 y última)

 

Salimos del bar y nos lanzamos a un exterior donde una suerte de salvaje frio se estaba apoderando del aire, pintando de incomodidad todos y cada uno de nuestros huesos. La señora M. había vuelto al abrigo de su abrigo (valga la burda redundancia) y yo me hundía poco a poco dentro de mi cazadora, con el cuello subido. El viento, golpeándonos por todos lados, nos obligaba a girar el rostro inútilmente hacia cualquier punto cardinal. ¿Se estarían aliando los elementos con la señora M. para impedir que cayese en mis garras? Tengo garras en vez de manos porque soy un depredador. Así que intenté, con una de mis garras, coger una de sus delicadas manos pero la señora M. la metió rápidamente dentro de un bolsillo y pegó los brazos a los costados para que tampoco pudiese colgarme de su brazo. Solos, en la calle, se estaba transformado en uno de esos animales que se ocultan en sus caparazones y no vuelven a salir hasta que llega el repartidor de Amazon con la compra del supermercado. Tomé la dirección de mi casa con paso decidido mientras, la señora M. caminaba unos pasos por detrás mío, ralentizando su ritmo, como si con eso pudiese evitar cuanto de inevitable hay en la vida.

-Date prisa -ordené-, hace frio.

La señora M. me miró con un rictus de desprecio pintado en su hermoso rostro. ¡Que maravillosa expresión! La señora M. no había salido corriendo, en vez de eso, seguía mis pasos. De ahí que cualquier cosa que hiciese o fingiese, me parecía maravilloso.

Llegamos a la puerta del edificio donde vivo. Metí la llave en la cerradura y empujé la puerta, aguantándola mientras le franqueaba el paso. Intentando que el viento no cerrase mis ojos. La señora M. sonrió por vez primera desde que habíamos salido a la calle.

-No voy a entrar.

-¿Entonces por qué has venido? -pregunté.

-Ya lo sabes.

Y diciendo esto, entró en el edificio. Entramos en el ascensor y subimos a mi piso, abrí la puerta y ella se lanzó al interior, como conociese la distribución de toda la vida.

Quizás debería aclarar ahora la pequeña perversión que esconde este relato. Espero que el amable lector sepa disculpar tan (fácil) literaria trampa. Ojalá el relato tuviese otro final, pero la vida es demasiado imperfecta para que todo encaje en nuestras mejores fantasías. Por supuesto que la señora M. conocía la distribución de mi piso. De la misma forma que en vez de “mi” piso debería haber dicho “nuestro” piso.

La señora M. (mi esposa) tenía razón al decir que no iba a entrar en el edificio donde vivía el amo que pretendía pervertirla. Por eso entró en el edificio donde ambos vivimos desde hace más de diez años.

¿Si la señora M. era mi esposa, a que venía todo ese teatrillo del bar? Intentaré contestar de la forma mas sincera posible e intentando que esta farsa no destruya el relato que he armado pacientemente. La señora M. y quien suscribe estamos casados desde hace años, ella es mi sumisa, también es sumisa de quien yo decida que sea. Es una excelente sumisa, no lo niego. Pero, como en toda buena obra que se precie, hay que escribir un buen final o todo cuanto has construido queda en nada. Y la nada se la lleva el viento, inevitablemente. Como cuando degustas los mejores platos del mejor restaurante del mundo pero el postre es un flan soso o un arroz con leche duro como una roca. Hay que ser muy valiente para poder acabar con ciertas etapas de nuestra vida, sobre todo si esas etapas nos han regalado los placeres mas intensos que nunca experimentamos ni volveremos a experimentar.

Cuando, dos semanas antes, ella me dijo que quería acabar de una vez por todas con su etapa de sumisa, yo quedé desconcertado. Como un niño a quien su padre da una bofetada sin venir a cuento. Dolido y desconcertado a partes iguales. Mi esposa (la señora M.) es la mejor sumisa que he tenido nunca bajo mis ordenes, también la mejor compañera e incluso la mejor amiga. Y ese triunvirato era, a mis ojos, la perfección echa carne. Mi esposa, sentados en nuestro sofá bebiendo una copa de un excelente vino, confesó que habían sido años divertidos, excitantes e incluso ilusionantes, pero (como en toda balanza que se precie) también dijo que estaba cansada y quería caminar en otra dirección, alejada de su rol de sumisa. Quizás también cambiar de piso, quizás tener un hijo, quizás cambiar de trabajo. Y cualquiera de esos cambios los quería hacer junto a mí. Como su marido. Nunca más como su amo.

Cuando amas a alguien debes respetarlo por encima de cualquier otro propósito. Incluso cuando humillaba a la señora M. o la prestaba a otros amos mientras contemplaba como la usaban, seguía respetándola como si ella fuese mi diosa. Que lo era. Y lo hacía porque todos esos actos eran conscientes, consensuados y deseados. Por eso, cuando amas a alguien, independientemente de la moralidad o los deseos propios, debes respetar las decisiones ajenas.

Lo único que le pedí a la señora M. es que quedásemos en un bar. Como en nuestro primer encuentro. También le pedí que jugásemos al amo perverso y a la sumisa dudosa. Como en nuestro primer encuentro. Mi esposa no pudo negarse.

La primera vez que nos vimos, hace mas de doce años, ella acabo subiendo a mi casa y convirtiéndose en mi sumisa, en mi esposa, en mi compañera y mi amiga. Y la mejor manera de acabar con todo eso consistía en que, como sumisa, me rechazase en el mismo bar, con la misma ropa. Doce años mas tarde. Como si aquella primera vez hubiese sido el epitome del rechazo.

En casa, la señora M. vuelve al comedor vestida con un pijama de algodón con dibujos marineros. Se ha quitado el maquillaje y lleva un calcetín de cada color. Observándola me parece la mujer más hermosa del mundo.

Mi esposa, mi amiga, mi compañera para siempre.

Mi sumisa nunca más.

(fin)

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