La muchacha está sentada frente a una mesa, observando la pantalla de su ordenador. El lugar es su habitación, en el piso que comparte con una amiga. Esta muchacha bien podría ser una mujer. O una niña. ¿Por qué llamarla "muchacha"? Huye de que la vean como una niña, aunque se siente demasiado pequeña y frágil para ser ejemplo de lo que debería significar ser una mujer. Nunca se ha sentido ejemplo de nada. ¿Qué más da cómo la vean o cómo se vea a sí misma? Pues resulta que sí que da. El hartazgo es demasiado grande cuando publica fotos en las redes sociales y recibe decenas de mensajes donde desconocidos le proponen decenas de cosas que a ella le repugnan. No por lo que le proponen sino por como se las proponen. Ojalá poder subir una foto después de hacer gimnasia y que no suceda nada aparte de que sus seguidores le den "likes". No comprende por qué sucede cuanto sucede en las redes sociales, quizás la muchacha (esa que no es ni niña ni mujer) lo que no comprende aún es el funcionamiento del ser humano y, por ende, el de la virtualidad.
Cuando, en las redes sociales, abre su corazón y escribe acerca de sus sentimientos, entonces recibe de inmediato cientos de mensajes de desconocidos preocupándose por ella. ¿Cómo no saber lo que ocultan esos mensajes? Es hermosa y parece frágil. Comprende que la consecuencia de esto es que cientos de esos hombres resoplen excitados. ¿Qué culpa puede tener ella? Que la dejen en paz, lo único que quiere es sonreír y que se acerquen a ella de forma sincera. ¿Tan difícil es?
La muchacha ha ido a parar a una página web donde cuentan sobre BDSM. Su primera impresión ha sido de rechazo. ¿Cómo nadie puede hacerle eso a otra persona? Le parece que el BDSM es la misma violencia de esos desconocidos que le proponen cosas oscuras.
¿Y si las cosas fuesen diferentes? Ojalá el amor estuviese construido en la sinceridad y el desinterés. Un amor directamente salido de esas novelas románticas que leía su madre. Ojalá nadie le escribiese proponiéndole cualquier cosa. Ojalá esas personas que dicen atar y azotar a otras personas se dedicasen a construir un mundo con menos violencia. Ojalá un mundo a su medida. Algo del todo imposible, es consciente de ello. Es lo que más rabia le da.
No quiere acostumbrarse a un mundo así, tampoco puede cambiar las cosas.
La muchacha sigue leyendo los artículos que hay en esa página que habla de BDSM. ¿Y si esas personas no fuesen realmente los enfermos que ella cree que son? Quizás las personas que le escriben después de ver sus fotos tampoco sean los enfermos que imagina. La muchacha cierra el ordenador y vuelve a su cama, abre un libro y comienza a leer. Se ha prometido a sí misma no consultar el ordenador ni el teléfono móvil en lo que queda del día. Es consciente de que no lo conseguirá porque se lo ha propuesto antes cientos de veces.
Es medianoche, la muchacha deja el libro encima de la mesita y observa su teléfono móvil. Cierra los ojos y se fuerza a imaginar algo mejor que esa angustia que la impide respirar. Algo mejor que esa tristeza que pinta los días de apagados tonos grises. La muchacha alarga la mano y apaga la luz. Ojalá soñar con un mundo menos complicado, un mundo donde la gente no se acerque a ella por motivos diferentes a los que le muestran. Los auténticos motivos. Solo pide eso: sinceridad, aunque duela.
El sueño la vence y se sumerge en una fantasía donde un desconocido la desnuda y la ata a una cama. Antes de que suceda nada, la muchacha se despierta sobresaltada, bañada en sudor. Está asustada. Observa el teléfono móvil. ¿Y si se distrae consultando sus redes sociales? ¿Y si alguien la ha llamado? ¿Y si él la ha llamado? Sigue asustada.
Y entonces comprende que su miedo no viene de este teléfono apagado, tampoco de toda esa angustia que hace días que oprime su corazón. Su miedo nace de la extraña sensación de que, en el sueño, le encantaba estar atada y expuesta frente aquel desconocido.
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