Echa un vistazo a ese reloj de color púrpura que llevas la muñeca. ¿Recuerdas quien te lo regaló? Pues debes saber que eso es lo de menos. Lo que has de recordar es que ese reloj, dispuesto a entrar en combate, señala de forma matemática el paso del tiempo, sin dejar nada al azar. Para entretenerte, comienzas a mordisquearte las uñas, evitando volver al trabajo, sea cual sea. Observas los botones de tu camisa, simétricamente ordenados. Ojalá todo fuese tan sencillo. Abierto o cerrado. Encendido o apagado. Si o no. Pero la vida se empeña en recordarte, día tras día, que lo binario es la parte más compleja del libre albedrío. ¿Lo hago sí o no? Vuelves a mirar el reloj, la manecilla del segundero no se detendrá por mucho que aprietes los puños con fuerza. Ojalá poder conversar con los peces que nadan distraídamente en la pequeña pecera del comedor. La compraste porque tu hijo, un día caminando por la calle, se encaprichó de esos pececitos rojos en el escaparte. Dos días más tarde, ese mismo niño había perdido todo el interés y ahora tú tienes que alimentar a esos animalitos y limpiar la pecera. Para eso ha venido a este mundo, seguro. Para solucionar los problemas de los demás. Los peces mordisquean con aburrida satisfacción las algas de plástico. Ojalá ser uno de esos peces y no tener que tomar decisiones.
¿Lo hace o no? No puede esperar más, debe tomar una decisión o la vida le pasará por encima como una apisonadora y, cuando se recupere, ya no le quedarán fuerzas ni ganas.
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