domingo, 28 de noviembre de 2021

Dos rosas (relato)

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Día tras día, al despertar, lo primero que hace el hombre es alargar perezosamente su brazo y hacerse con el móvil. El resumen de la mañana es que durante la noche ha recibido una foto. Pero no una foto cualquiera. El hombre observa la imagen y sonríe en una mueca nacida de la satisfacción y también de cierta malicia, dos sentimientos que le hacen sentir deliciosamente perverso. Despertarse así es manjar de dioses. En la foto puede verse a una mujer tumbada en un sofá, va vestida con lo que parece ropa interior y sostiene una rosa que está dentro de una cúpula de cristal. El hombre observa con detenimiento las piernas de ella, enfundadas en medias negras de medio muslo, la rotundidad de sus formas, sus pechos asomando por lo que parece un body de encaje, el pelo de la mujer cayendo distraídamente a un lado, su expresión entre asustada y sugerente. Y de nuevo esa rosa encerrada en una caja de cristal. El hombre desearía ahora mismo bajar su mano hasta su pene y comenzar a masturbarse furiosamente mientras observa la imagen de la mujer, pero no lo hace. En primer lugar, porque siente que sería una traición a cuanto de hermoso hay en ese instante congelado, reduciéndolo todo a una carnalidad obvia. En segundo lugar, porque no puede dejar de mirar la rosa encerrada en su caja, después devuelve su mirada al hermoso rostro de la mujer y de nuevo mira la rosa. Entonces comprende que esa rosa es ella. Una hermosa creación de la naturaleza encerrada en una urna de cristal para que nadie pueda corromperla, para que nadie pueda tocarla, para seguir preservando su pureza y su hermosura el máximo tiempo posible. Ambas son rosas y ambas tienen espinas. Toda la ropa (que no es demasiada) que viste ella es negra, su pelo es negro, el sofá es de un azul casi negro y sus ojos están pintados de negro. Podría ser una foto en blanco y negro a excepción del rojo brillante de la rosa encerrada. Como ella misma.

Entonces, de forma sorpresiva, la mujer de la foto dibuja una sonrisa tímida en su rostro y ladea la cabeza. El hombre lanza el teléfono lejos de él. ¿Qué ha sucedido? ¿Será una de esas fotos con movimiento? No es posible, es una simple imagen y lleva viéndola (admirándola) durante un buen rato. Un escalofrío recorre su espalda. ¿Qué diablos está pasando? Aun con las manos temblorosas recupera el móvil y lo desbloquea. Ahí está la foto, como antes: sin movimiento alguno. Siendo lo que debe ser una foto: la congelación de un instante. Mostrando dos bellezas encerradas en urnas de cristal.

La foto se la ha enviado la mujer de la foto, entonces el hombre responde ese mensaje ordenándola que venga a su casa ahora mismo vestida como en la foto. Al cabo de un rato contesta ella diciendo que le va a ser difícil y adorna su contestación con cientos de palabras como "trabajo", "estudios", "responsabilidades", "tiempo", etc. El hombre contesta que en cuanto tenga un momento debe venir a su casa vestida así. La mujer responde que no puede ir casi desnuda por la calle. El hombre le repite que obedezca y que lo haga escondida bajo un abrigo, nadie se dará cuenta. También le pide que traiga la rosa, si aún la tiene.

Al cabo de seis horas, la mujer aparece en casa del hombre, va maquillada como en la foto, si es que unos ojos pintados de negro puede considerarse maquillaje. Carga con una bolsa en la mano que parece esconder la rosa y quizás algo de ropa. Ninguno de los dos pronuncia ni una sola palabra, ni tan siquiera un breve beso. En su lugar caminan hasta el comedor donde ella se quita el abrigo, saca la rosa y se tumba en el sofá, intentando reproducir la imagen tomada tiempo atrás.

El hombre toma asiento en una silla, frente a ella. La observa con calma pero también con remordimiento. No quiere reducir un momento tan maravilloso a un placer mundano o algo demasiado obvio. Todos podrían admirar esa increíble estampa reduciéndola de nuevo a esa obviedad que representa una mujer en lencería, algo excitante. Pero él sabe que hay mucho más: la mujer que ahora está en su sofá no le envió la foto simplemente porque era sugerente o para excitarle. 

En persona, ella es aún más hermosa que en la foto, también más perversa, su mirada es dura, también amable. El hombre siente de nuevo la necesidad de meterse la mano en los pantalones y comenzar a masturbarse con furia, la parte más perversa de sí mismo le empuja a correrse en la cara de ella y destruir esa foto perfecta que ahora está ahí, respirando. Ensuciarlo todo, pervertirlo todo.

Pero en vez de eso, continúa observándola en silencio. 

La mujer sonríe, como sucedió por la mañana con la foto. El hombre prefiere imaginar que ese suceso casi paranormal no fue más que la consecuencia de la confusión propia del despertar. Las fotos no cobran vida. Excepto cuando les ordenas que vengan a tu casa. El hombre contempla la rosa encerrada en la urna de cristal y ahora sí, sonríe perversamente para sus adentros.

Ha llegado el momento de abrir esa rosa.

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