jueves, 28 de julio de 2022

Dejar pasar el tren

Tales of the Easily Distracted: North by Northwest: Mad Men and Englishmen

Hay ocasiones en la vida en que estamos sentados en un banco de madera, en una vieja estación de tren perdida, en algún lugar donde solo vemos tierra y olivos, llevamos mucho tiempo sentados ahí, protegidos del abrasador sol, observando con desgana el paisaje. Nos duele el cuerpo de llevar tanto tiempo en ese banco construido de una madera ruda y envejecida. A veces nos levantamos, caminamos unos pasos hasta el borde de la vía y oteamos en la lejanía. No hay ningún tren a la vista, ni en una dirección ni tampoco en la otra, así que nos encogemos de hombros y volvemos a tomar asiento en el incómodo banco en la convicción de que quizás aquella línea ferroviaria ha dejado de estar activa. Quizás ningún tren volverá a pasar. O peor aún, que hayan anulado la estación y veas pasar algún tren, pero nunca se detenga.

En raras ocasiones, en este desolador escenario, algún tren se detiene. Pero no te subes en él. Simplemente lo dejas pasar porque aunque quieras llegar a un destino concreto, es una certeza, pero no un deseo, menos aun tomando asiento en cualquier tren. Aunque llevamos tanto tiempo en esa estación, aún nos quedan fuerzas para mantener nuestros principios (o gustos) intactos.

Entonces, de repente, aparece en la lejanía ese tren que has estado esperando, un tren que nada tiene que ver contigo, con un destino incierto, que posiblemente nunca parará en tu estación, lo ves llegar poco a poco y, sin saber de donde viene ni a donde va, sin conocer qué tipo de tren es, sabes que es tu tren, de una forma escasamente racional pero absolutamente certera. Algo te dice que podrán llegar cien trenes después, más bonitos, con destinos más acordes a ti, perfectos, sin duda, pero ahora que ves ese otro tren sabes que nunca te subirás al resto.

¿Se detendrá el tren en nuestra estación? Estamos cansados de esperar, pero ese no es el motivo que nos empuja a jugarnos la vida por subir a ese extraño tren, el único motivo por jugárnoslo todo es porque nuestra intuición siempre ha sido más certera que nuestra opinión. Damos unos pasos, saltamos a las vías y nos colocamos frente a la máquina rugiente, escupiendo vapor y hollín al aire, va a golpearnos con tal fuerza que vamos a morir, sin dudas.

Pero algo te dice que no quieres que ese tren pase de largo, aunque se detuviese y un amable revisor te dijese que ahora es imposible, pero que posiblemente el tren pase la semana que viene. 

-¿Por qué no puedo subir al tren? -le preguntas-. ¿No doy el perfil de pasajero?

-No se trata de eso, caballero -contesta amablemente el revisor-, sencillamente hoy no es posible.

Entonces te das cuenta de que el amable revisor es una mujer de cabellos negros, de boca pequeña y ojos grandes, pintados también de negro. El viento de aquel valle de tierra mueve los cabellos de la mujer haciendo que, aunque el tren esté detenido, parece que ella sigue en movimiento. Esa es la clave: imaginar caminamos aunque estamos clavados al suelo. 

-¿No hay ninguna forma de subirme al tren? -preguntas.

-Hoy no -contesta la revisora sonriendo tímidamente-, pero no sea usted impaciente, este tren pasará la semana que viene de nuevo.

-¿Y podré subirme entonces?

-Quizás...

Ese quizás se nos clava en el alma como una espada llameante blandida por un caballero de bruñida armadura. La espada atraviesa nuestro pecho y destroza nuestro corazón. Y a pesar de que deberíamos estar muertos, de que el dolor es salvaje, seguimos en pie. ¿Por qué?

Anunciamos a la revisora de que seríamos capaces de hacer cualquier cosa por subirnos en el tren y ella niega con la cabeza, quizás comenzándose a convencer a sí misma de que ese pasajero está desesperado y no debería dejarle subir al tren ni ahora ni nunca. 

-Deme un único motivo por el que debería dejarle subir al tren -dice la revisora- aun a riesgo de que los pasajeros, también de la compañía ferroviaria, de que todos se enfaden conmigo y pierda mi trabajo. Deme un único motivo por el que no esperar a que el tren vuelva la semana que viene.

-Porque la clave de la felicidad son las certezas, no las promesas. Porque el tren del que usted es revisora, es tan especial que usted no puede verlo porque está siempre dentro. Baje usted del tren, contémplelo desde fuera y dígame que va a dejarlo partir.

-Pero el tren volverá la semana que viene.

-Lo sé, pero cuando has estado toda tu vida esperando un tren y aparece, necesitas subir en él, no la certeza de que la semana que viene subirás en él. Somos seres egoístas y buscamos la felicidad a toda costa, pero la felicidad ha de ser real, no podemos alimentarnos de posibles.

-Eso es muy egoísta -comienza ella- pero también demuestra ansia, prisa, genera cierta desconfianza en mí, lo que me mueve a tomar la decisión de que no subirá usted hoy, pero quizás tampoco la semana que viene. Adoro este tren por dentro, aunque nunca salga de él, es un lugar oscuro, pero también es cómodo y lo conozco mejor que nada en este mundo. Conozco cada asiento, cada puerta, cada tornillo y cada crujido cuando está en marcha. No puedo permitir que alguien como usted suba en este tren y ponga en peligro eso. Usted necesita abrazar esa felicidad ahora mismo, yo puedo esperar.

-Entonces tiene usted que saber que haría lo que fuese por subir a este tren hoy. Y cuando digo lo que fuese es un ofrecimiento real.

-Eso me hace dudar más aún. ¿Por qué no se arma usted de paciencia, vuelve a ese banco y espera a la semana que viene? Está consiguiendo asustarme.

-Porque, como usted bien ha dicho, soy egoísta. Estoy convencido de que tenemos que hacer lo imposible por alcanzar esos momentos de felicidad, aunque sean transitorios.

-Está usted convencido y quiere convencerme a mí. Pero aún no sé si voy a jugarme tanto por dejarle subir hoy al tren cuando podemos esperar.

El hombre observa a la mujer y sonríe. Ella le devuelve la sonrisa de forma tímida.

-Soy viejo, estoy cansado -comienza el hombre-, soy superficial y también impaciente. Soy peor persona de lo que debería haber sido. Pero sé que si ahora subo a su tren, será lo que debe ser. Solo quiero estar sentado ahí, escuchando el traqueteo de las vías. Aunque no soy la mejor persona del mundo, por primera vez me doy cuenta de que mis intenciones al subir al tren son tan básicas y puras como el agua cayendo del cielo en forma de lluvia. Algo natural e imparable.

El conductor del tren hace sonar el silbato, el tren debe partir.

¿Se arriesgará la revisora a que aquel tipo que parece desesperado suba al tren o le dejará en la estación a la espera de que vuelva a la estación la semana que viene?

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