Nunca pensé que volvería a suceder. Repetir una emoción pasada
y cerrada (haya ido bien o mal) acostumbra a ser un error. Además, repetir dos veces
esa vivencia suele ser una tarea propia de quien está en una celda acolchada
con un pijama que le impide mover los brazos porque los tiene atados a la
espalda. Si, ese lugar donde los viernes por la noche te dan electroshocks en
vez de tomarte una cerveza con tus amigos. Hay que estar loco.
A no ser que esa
locura sea compartida.
No repetiré el significado de sentirse vivo, de huir de la
cotidianeidad o de que lo que no hagas hoy no sabes si lo podrás hacer mañana.
He armado cientos de argumentos con esas palabras y, aunque son ciertas, son
palabras tan gastadas que han perdido todo el brillo.
Mi argumento hoy en día es más sencillo: repetir una
vivencia cerrada es un error a no ser que ese error sea compartido e inevitable,
lo cual convierte algo que creemos cerrado en algo que simplemente está pausado
en el tiempo.
Como una goma elástica que va y viene, hay personas destinadas
a compartir ciertos momentos, aunque nuestra realidad nos impide hacerlo de
forma regular y continuada. No porque escojamos mal sino porque lo hicimos en
un momento de nuestras vidas en que creíamos firmemente que eso era lo que
debía ser, planificando nuestras vidas en base a esa decisión. Intentando
mantenerla con firmeza (eso que llaman “proyecto de vida”), aunque a veces se
balanceaba golpeada por una goma tensada que nunca conseguía derribarla. Es
entonces cuando se plantea la disyuntiva que mueve el mundo: ¿tiene sentido ser
egoísta? Si queremos seguir manteniendo la firmeza de nuestro proyecto de vida
no podemos permitirnos el lujo de que pequeños placeres pongan en peligro lo
que vertebra nuestra vida y nuestra familia.
Ser egoísta está mal, nos han dicho eso, ser infieles también,
mentir está aún peor…
¿Pero y si esa goma se tensa y destensa varias veces acercándose
y alejándose, pero nunca derribando la columna? ¿Debemos permitirnos que cierto
lujo carnal ponga en peligro nuestra moralidad? Porque la columna seguirá ahí, aunque
cometamos ciertos pecados. No se derrumbará. Y es aquí donde llegan los miedos:
miedo a ser descubiertos. O, lo que más atenaza nuestra garganta: miedo al
remordimiento.
Vamos y venimos, pasan los años y esa columna alrededor de
la que hemos vertebrado nuestra vida sigue firme, pero al mismo tiempo esos días
siguen siendo los mismos, como comer cada día chocolate: al final el chocolate
acabará sabiendo a acelgas. Nos apetece salir de la rutina, nos apetece una
locura momentánea, devorar y ser devorados. Sabemos que esa goma que se tensa y
se destensa no derribará nuestra columna. ¿Y si nos lanzamos a un momento de transitoria
locura?
Pero las dudas siguen ahí.
Devorar y ser devorados, esperar el día cuando te desnudan
lentamente, los besos furtivos, el sexo prohibido. Buscar la emoción de sentirte
especial con alguien especial.
Necesitamos tiempo para fraguar la idea en nuestro
subconsciente de que esa inmoralidad que deseamos que no suceda, también deseamos
con nuestras todas fuerzas que suceda. Deseando que te desnuden y alguien hunda
su cabeza entre tus piernas para devorarte lentamente como el manjar más
delicioso del mejor de los restaurantes. Tiempo para darnos cuenta de que cada
amanecer deja atrás un anochecer perdido.
Darnos cuenta de que eso, además de una frase hecha, también
es una realidad.
Sin ninguna prisa, sin agobios. Mas sabios, mas prevenidos,
mas relajados. Mejor preparados para volvernos locos consiguiendo evitar la
camisa de fuerza. Porque no estamos locos, somos dos imanes que se atraen y se
repelen.
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