martes, 19 de septiembre de 2023

Nunca pensé...

 


Nunca pensé que volvería a suceder. Repetir una emoción pasada y cerrada (haya ido bien o mal) acostumbra a ser un error. Además, repetir dos veces esa vivencia suele ser una tarea propia de quien está en una celda acolchada con un pijama que le impide mover los brazos porque los tiene atados a la espalda. Si, ese lugar donde los viernes por la noche te dan electroshocks en vez de tomarte una cerveza con tus amigos. Hay que estar loco.

 A no ser que esa locura sea compartida.

No repetiré el significado de sentirse vivo, de huir de la cotidianeidad o de que lo que no hagas hoy no sabes si lo podrás hacer mañana. He armado cientos de argumentos con esas palabras y, aunque son ciertas, son palabras tan gastadas que han perdido todo el brillo.

Mi argumento hoy en día es más sencillo: repetir una vivencia cerrada es un error a no ser que ese error sea compartido e inevitable, lo cual convierte algo que creemos cerrado en algo que simplemente está pausado en el tiempo.

Como una goma elástica que va y viene, hay personas destinadas a compartir ciertos momentos, aunque nuestra realidad nos impide hacerlo de forma regular y continuada. No porque escojamos mal sino porque lo hicimos en un momento de nuestras vidas en que creíamos firmemente que eso era lo que debía ser, planificando nuestras vidas en base a esa decisión. Intentando mantenerla con firmeza (eso que llaman “proyecto de vida”), aunque a veces se balanceaba golpeada por una goma tensada que nunca conseguía derribarla. Es entonces cuando se plantea la disyuntiva que mueve el mundo: ¿tiene sentido ser egoísta? Si queremos seguir manteniendo la firmeza de nuestro proyecto de vida no podemos permitirnos el lujo de que pequeños placeres pongan en peligro lo que vertebra nuestra vida y nuestra familia.

Ser egoísta está mal, nos han dicho eso, ser infieles también, mentir está aún peor…

¿Pero y si esa goma se tensa y destensa varias veces acercándose y alejándose, pero nunca derribando la columna? ¿Debemos permitirnos que cierto lujo carnal ponga en peligro nuestra moralidad? Porque la columna seguirá ahí, aunque cometamos ciertos pecados. No se derrumbará. Y es aquí donde llegan los miedos: miedo a ser descubiertos. O, lo que más atenaza nuestra garganta: miedo al remordimiento.

Vamos y venimos, pasan los años y esa columna alrededor de la que hemos vertebrado nuestra vida sigue firme, pero al mismo tiempo esos días siguen siendo los mismos, como comer cada día chocolate: al final el chocolate acabará sabiendo a acelgas. Nos apetece salir de la rutina, nos apetece una locura momentánea, devorar y ser devorados. Sabemos que esa goma que se tensa y se destensa no derribará nuestra columna.  ¿Y si nos lanzamos a un momento de transitoria locura?

Pero las dudas siguen ahí.

Devorar y ser devorados, esperar el día cuando te desnudan lentamente, los besos furtivos, el sexo prohibido. Buscar la emoción de sentirte especial con alguien especial.

Necesitamos tiempo para fraguar la idea en nuestro subconsciente de que esa inmoralidad que deseamos que no suceda, también deseamos con nuestras todas fuerzas que suceda. Deseando que te desnuden y alguien hunda su cabeza entre tus piernas para devorarte lentamente como el manjar más delicioso del mejor de los restaurantes. Tiempo para darnos cuenta de que cada amanecer deja atrás un anochecer perdido.

Darnos cuenta de que eso, además de una frase hecha, también es una realidad.

Sin ninguna prisa, sin agobios. Mas sabios, mas prevenidos, mas relajados. Mejor preparados para volvernos locos consiguiendo evitar la camisa de fuerza. Porque no estamos locos, somos dos imanes que se atraen y se repelen.

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