Vale, puede que esté de moda, pero moderno no es porque el BDSM no nació en un club oscuro en los años 50 ni tampoco en una novela barata. El BDSM nació cuando el primer ser humano sintió que el poder podía resultar excitante, que el dolor podía acariciar, que la entrega podía liberar. Y eso no sucedió hace cuatro días, ni cuatro años, ni cuatro décadas. Hace siglos que el ser humano practica BDSM, pero solo fue hasta mediados del siglo XX donde se le puso un nombre.
Cuentan que, en la antigua
Mesopotamia, la diosa Inanna (también conocida como Ishtar, diosa sumeria del
amor, el sexo, la guerra y el poder.) descendió al inframundo, despojándose de todo
(incluido sus ropas, su poder y su ego) para enfrentarse a la muerte armada tan solo de su deseo, con la intención de renacer más fuerte. O sea, como esos idiotas que están todo el día en el gimnasio. En los rituales en Mesopotamia, el sexo era sagrado:
una forma de comunión con lo divino, los rituales de Inanna incluían travestismo,
sumisión y placer ritual. Si, hemos dicho “sumisión” y “sexo”. ¿Os suena de
algo? No, no os equivoquéis, no estamos hablando de pornografía sino de
teología. Dejad los juicios de valor a un lado.
Y ahora vayamos hasta Esparta, done los jóvenes eran azotados frente a la estatua de Artemisa, mientras las sacerdotisas les observaban. A este rito se le llamaba "diamastigosis", una ceremonia en la que jóvenes efebos eran azotados públicamente mientras intentaban robar quesos del altar de la diosa. Que si... ¡quesos! Pero incluso así, no se trataba de un simple juego: era una coreografía de dolor, poder y mirada. Los látigos no solo marcaban la piel, sino también el carácter. La sangre derramada se ofrecía como tributo, y las sacerdotisas observaban con solemnidad, mientras el público asistía como si se tratara de un teatro sagrado. Este ritual, aunque nacido en un contexto religioso y militar, comparte similitudes con el BDSM moderno. El dolor como herramienta de transformación y la entrega como forma de poder. Aunque con una diferencia: en Esparta, el sufrimiento era impuesto; en el BDSM, se negocia.
Pero en ambos casos, el cuerpo habla un lenguaje que va más allá del placer o del castigo: es el lenguaje del deseo ritualizado. Sumisión, sexo, azotes y voyerismo… progresamos adecuadamente.
¿Os acordáis de Pompeya? Eso es: esa
ciudad que inspiró decenas de malísimas películas gracias a un volcán que pilló
a todo el mundo con el pie cambiado. Pues deberíais saber que entre los muros
de una de sus casas podíamos encontrar escenas de flagelación y entrega. ¿Por
qué lo sabemos? La “Villa de los Misterios” es una de
las residencias romanas mejor conservadas de la ciudad. En una habitación
silenciosa de esta villa, a las afueras de Pompeya, el deseo se pintó en las
paredes con pigmentos que aún resisten al tiempo. Allí, entre columnas y
sombras, se celebraba algo más que arte: un rito. Mujeres en trance,
sacerdotisas con látigos, cuerpos en danza, miradas que no temen el éxtasis. No
era teatro. Era iniciación. El culto a Dionisio, dios del vino y la pérdida de
control, exigía entrega. La flagelación no era castigo, sino purificación. El
dolor, una llave. El placer, una revelación. En ese espacio, el cuerpo se
volvía símbolo, y el juego de poder, una forma de renacer. Lo que hoy llamamos
BDSM ya estaba allí, disfrazado de religión, de mito, de ceremonia. Porque
mucho antes de que se escribieran manuales o se diseñaran arneses, ya se
entendía que el deseo puede ser ritual, que la sumisión puede empoderarte, que
el control puede liberarte.
Y ahora viajemos unos cuantos
cientos de años hasta la Edad Media, esa época oscura donde el deseo se
disfrazaba de penitencia y el cuerpo se ofrecía no al amante, sino a Dios. En
monasterios y alcobas, la (auto)flagelación se practicaba como acto de
purificación. No era castigo impuesto, sino elección. Los flagelantes recorrían
ciudades y pueblos, desnudándose de cintura para arriba, entonando cánticos a
la virgen mientras se azotaban con cuerdas, cadenas o escorpiones (flagelos con
puntas metálicas que desgarraban la carne), convencidos de que el sufrimiento
físico podía redimir los pecados del mundo, que el dolor era una vía directa al
favor divino.
Nos sigue sonando a algo... ¿verdad?
Pero no todo era religión. El
amor cortés, tan celebrado en la poesía de trovadores, nos ha dejado ejemplo de
una dinámica de sumisión donde el caballero se humillaba ante su dama, le
suplicaba, le obedecía. Ella decidía, él se entregaba. Era devoción, sí, pero
también juego de poder. Una forma de BDSM envuelta en versos y mallas ajustadas. Vamos, una ama y un sumiso.
Y entonces llegó la Ilustración y con ella, un nombre conocido en la cultura popular: Donatien Alphonse François de Sade, Ese, el Marqués. Educado entre jesuitas y guerras, refinado por la aristocracia y corrompido por su propia imaginación, Sade convirtió el deseo en filosofía y el dolor en su literatura donde el cuerpo se convierte en campo de batalla ideológico. El placer no se suplica: se impone. La moral no se respeta: se destruye. Sade no inventó el sadismo, pero lo nombró y lo convirtió en categoría. En sus textos, el látigo ya no es redención religiosa (como en la edad media) sino la afirmación de una práctica. La dominación ya no es metáfora sino un manifiesto. Su legado literario abrió una puerta que ya no se cerraría.
Hasta aquí todo claro, pero todo mal: aun no existía el consenso.
Del monasterio al salón
libertino, del cilicio al corsé, del gemido piadoso al grito erótico: el deseo
siguió su curso. Y el cuerpo, siempre sabio, siguió buscando formas de decir lo
que la sociedad no quería escuchar hasta que un grupo de hombres (de la comunidad
gay) decidió, en pleno siglo XX, usar las siglas BDSM y sacar las prácticas de
los sótanos. En Berlín, Nueva York, San Francisco, nacieron templos de cuero y
látex. El fetichismo se convirtió en identidad. Las comunidades leather (ropas
de cuero), los clubes privados, los manuales de juego seguro. El consentimiento
se volvió ley. Porque aquí, el dolor no se impone: se ofrece. Se negocia. Se
desea.
Ahora si.
Y entonces, la cultura pop se
rindió con ese sinsentido que significó llevar el BDSM a las estanterías de los
centros comerciales. Estamos hablando de “50 sombras de Grey”, claro. Lo que antes era tabú, ahora
se mostraban en pasarelas, en videoclips y en novelas (bastante malas, todo sea
dicho) que se leen con una mano bajo la sábana.
Seamos claros: el BDSM no es una moda. Es un susurro que viene desde los tiempos más remotos. Un pacto entre cuerpos que se desean sin miedo. Porque en cada cuerda, en cada mordaza, en cada palabra segura, hay historia. Hay arte. Hay fuego. Hay deseo. Y hay diversión. Mucha diversión.
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