Conocí a M. en la virtualidad de este mundo de construido con unos y ceros, un lugar donde todos observamos, ajenos a la realidad que hay tras esas brillantes pantallas, gigantescas o diminutas. La realidad de M. era la de una mujer casada, sumisa de su marido y tan obediente que mi alma de león fue incapaz de convencerla para que, además de someterse a él, se sometiese también a mis deseos. Soy amo desde hace 35 años y durante todo este tiempo he conocido a muchas personas, aunque M. era diferente. ¿Por qué? Por como escribía, por la reflexión que sus sabias palabras hacían de su propia condición. ¿Cómo convencer a alguien que ya lo tiene todo? Entonces se me ocurrió formular una pregunta. ¿Y si hablo con tu amo (tu esposo también) para que te ceda a mi servicio durante una noche? Le dije que estaba incluso dispuesto a pagar por ella, estaría incluso dispuesto a permitir que su marido estuviese presente. Ella, siempre mediante correos electrónicos, me dijo que se lo preguntaría a su marido. A su amo.
La respuesta llegó dos días más tarde. Sus palabras decían que su marido estaba dispuesto a cedérmela a cambio de una compensación económica. Pero que él debía estar presente. Le pregunté con quién debía planificar la sesión y pactar los límites. M. contestó que debía hablar con su marido y me dio una dirección de correo. No volvería a saber de ella hasta que nos viésemos cara a cara el día de la cesión.
Escribí a aquel hombre y le propuse lo que pretendía: atar y usar a su esposa delante de él. Ese fue el verbo y no otro: usar. Podría haber dicho “dominar” o “someter” a su esposa. Pero escribí “usar” en el convencimiento de que aquel hombre no confundiría el uso del verbo con una inexperiencia que, para nada, era la mía. Durante unos días estuvimos intercambiándonos correos y pactando todo cuanto iba a suceder.
Al siguiente fin de semana fui a una casa rural, en los pirineos, donde vivían ambos. Era una bonita casa de nueva construcción, rodeada de un césped perfectamente cuidado. Caminé hasta la entrada y oprimí el timbre de la puerta. No puedo negar que, a pesar de toda mi experiencia, el león que creían que era, en realidad se había convertido en un temeroso mapache.
Un zumbido me indicó que la verja estaba abierta. Empujé y crucé el jardín hasta la puerta principal donde me esperaba un hombre elegantemente vestido. De pelo blanco y apariencia aristocrática. Hubiese imaginado cualquier tipo de marido para M. menos aquel tipo, mayor que ella y con tal apariencia. El tipo me estrechó la mano mientras sonreía amablemente. Habíamos pactado que M. nos esperaría vestida como yo había solicitado, en la mazmorra que tenían en el sótano. El marido de M. me ofreció bebida pero le dije que prefería comenzar ya. Entonces el tipo alargó una mano mientras con la otra frotaba dos dedos en el aire construyendo ese signo internacional que es dinero.
Saqué un billete de cinco euros y lo deposité en su mano.
Había sido el propio esposo quien me había dicho debía pagar tan solo cinco euros por “usar” a su esposa. Yo había visto algo parecido antes: emputecer a tu pareja pero sin pedir una cantidad de dinero que te hiciese sentir que ella era una auténtica prostituta. Todo forma parte de un juego y hay que saber jugarlo.
Me acompañó hasta la mazmorra. Una de esas habitaciones con algunos aparatos, propios de gente amateur que practica BDSM.
M. estaba de pie en el centro de la habitación, junto a un potro. Era realmente hermosa, más hermosa aun de lo que había podido intuir en sus fotos donde el rostro estaba borrado. Iba vestida con una camisa de botones blanca, falda corta negra y medias, también zapatos de tacón. Lo que más me gustó fue su pelo rubio y alborotado. Era alta y delgada. Realmente hermosa.
El marido de M. dio unos pasos y se sentó en una silla que había en una esquina. Después me miró y asintió.
-Adelante, usa a mi mujer -dijo.
Por supuesto que iba a hacerlo. Me aproximé a ella y desabotoné de golpe su blusa. Los botones salieron volando y se perdieron en el suelo de cemento. Bajo la camisa no había más ropa, los pechos de M. eran preciosos, grandes y propios de su edad (entre cuarenta y cincuenta años), estaba morena pero sus pechos tenían la piel blanca por culpa del bikini. Ella me observaba directamente a la cara. Nuestras miradas se cruzaban mientras yo la desnudaba poco a poco. No parecía tener miedo. En ningún momento ella desvió la vista hasta su marido, solo me miraba a mi o bajaba sumisamente la vista al suelo.
Vestida tan solo con unas medias, la até al potro y la usé a conciencia. Follándola por todos lados, azotándola, escupiéndole, humillándola, tirando de su pelo y convirtiéndola en mi sumisa, aunque solo fuese una única noche. De vez en cuando echaba yo un vistazo a su marido quien seguía sentado en la silla, sonriendo.
Cuatro horas después, al acabar la sesión, M. estaba sentada en el suelo, sudando, con la cara y el cuerpo cubiertos de semen, sus ojos llenos de lágrimas, el cuerpo con marcas rojas de los azotes. Iba a ayudarla a levantarse cuando su marido se interpuso entre nosotros.
-De esto me encargo yo -dijo ayudando a su esposa a recuperar la verticalidad-. Usted puede subir a darse una ducha. Al final de las escaleras, a mano derecha, encontrará un baño con todo cuanto necesita. Después puede ir al comedor a tomar una copa, espérenos allí, si me hace ese favor. Estoy seguro de que encontrará usted el comedor y el pequeño bar donde guardo un whisky escocés de 50 años. No se preocupe, sea generoso con la copa, se lo ha ganado.
Y diciendo esto señaló la salida de la mazmorra. Cogí mi ropa y, aún desnudo, me dirigí a la ducha. Al cabo de media hora estaba sentado en el comedor de aquella lujosa casa, bebiendo un maravilloso whisky, consciente de que nunca había bebido nada igual ni lo bebería.
Al cabo de un rato apareció el matrimonio. Se había duchado, peinado y vestía un precioso traje de noche negro.
-Le presento a Mari, mi esposa -dijo el marido señalando a la mujer que colgaba de su brazo.
-Encantado -dije estrechando la mano de la mujer que había estado sometiendo durante más de cuatro horas.
Apenas había marcas en su rostro ni sus brazos. Se había maquillado los escasos moretones y parecía completamente recuperada.
-Sería un placer para nosotros que aceptase quedarse a cenar -dijo M.
-Sería un placer también para mí.
-Pero antes falta un pequeño detalle. Si acepta nuestra invitación para cenar, tendrá que pagar. Ningún placer en esta casa es gratis -dijo ella repitiendo el signo del dinero que había hecho su marido al llegar yo.
Saqué otro billete de cinco euros y lo coloqué en la palma de la mujer.
Los tres sonreímos con una sonrisa tan estúpida como nerviosa.
Aquella mujer había resumido perfectamente lo que es la vida: ningún placer en esta vida debería ser gratis.