Cuando hablamos de miedos deberíamos hacer una puntualización acerca de "a que" tenemos miedo o "que tipo" de miedo tenemos. Miedos haberlos haylos y podemos escoger entre un amplio catálogo, aunque no tiene el mismo peso el miedo a que se queme el filete que el miedo a morir. Tampoco es el mismo tipo de miedo.
Centrémonos en esos miedos que tienen un peso específico en nuestras vidas. Esos miedos continuados que forman parte de nuestra personalidad. Olvidemos lo que es ocasional. Mejor centrémonos en esos miedos que nos impiden respirar, dormir o incluso hablar.
Pero antes de eso... ¿qué es el miedo? Como siempre, acudamos a la RAE. Esos señores sentados en sillones con letras, comienzan a definir el miedo con "angustia", "recelo" o "aprensión". ¿Entonces qué es lo que causa angustia, recelo o aprensión en nuestras vidas? Miedo a no sentirnos queridos. Miedo al fracaso. Miedo al silencio. Miedo a... Un momento. ¿Entonces tenemos miedo a todo aquello que nos aleja de la felicidad? Tener miedo a las alturas no hace que nuestra vida sea más infeliz a no ser que nuestro sueño sea convertirnos en acróbatas de circo, escaladores o pilotos de helicóptero. Pero tener miedo al abandono, sí.
Nuestros miedos marcan el camino. Siempre soñé con ser cocinero, pero sufro Necrofobia (terror respecto a los animales o personas muertas). Algo incompatible con la cocina profesional donde debes trabajar con animales muertos a los que cortar, eviscerar o incluso meterlos vivos en una olla de agua hirviendo. También me sucedería con las personas muertas si decidiese ser caníbal, que no es el caso.
Los miedos nos condicionan cuando somos incapaces de superarlos. Pero también hay miedos que podemos vencer, miedos no tan enraizados en nosotros, no tan definitorios. He intentado cientos de veces limpiar un pescado y nunca he podido. Soy incapaz de superar ese miedo. Nunca seré un cocinero profesional. Pero lo he intentado. Esa es la clave. El miedo a los animales muertos es algo que he comprendido, asumido e integrado. Pero sigo teniendo ese miedo. Desconfiad de quien os diga que no tiene miedos o que ha sido capaz de superar todos sus miedos. MENTIRA. Superman solo hay uno y es un personaje de ficción.
En el BDSM el mayor miedo al que se enfrentan las personas es el miedo a lo desconocido, la indefensión, el dolor o lo inesperado. Aunque también es un miedo necesario porque enfrentarte al BDSM sin miedo significa olvidar las precauciones. Además, en el BDSM, el miedo es un potenciador de las emociones.
¿A nadie le gusta el miedo? Si esto fuese así, no existiría el género de terror en el cine, no existirían los pasajes del terror en los parques de atracciones ni existirían los deportes de riesgo. El miedo, en su justa medida, genera unas sustancias químicas en nuestro cerebro que pueden llegar a ser placenteras. Pero esos son miedos controlados y específicos, algo que sabemos cuando sucederá y que sucederá durante un tiempo definido.
Lo que rechazamos es ese tipo de miedo que se aferra a nuestra personalidad y se queda ahí para siempre, condicionándonos. El miedo a no ser queridos o el miedo a la decepción es algo que tendremos siempre, podremos gestionar mejor o peor pero no desaparecerán. Y esa es la clave: comprender que ciertos miedos forman parte de la vida y de nuestra personalidad. Y comprender que no podemos vencerlos, porque no somos Superman, pero que podremos gestionarlos incluso con la ayuda de profesionales (de esos que te hacen estirar en un diván, fuman en pipa y anotan todo en una libretita).
Si os da miedo practicar BDSM, no dejéis de intentarlo, porque el miedo nunca desaparecerá, es necesario.
Si os da miedo la vida, aprended a manejar eso porque puede que no sea necesario pero es inevitable.
Recuerdo que una de las cosas que más miedo me ha generado durante años fue una escena de la miniserie dirigida por el maestro Tobe Hopper titulada "El misterio de Salem's Lot" (con una versión reducida que se estrenó en cine con el nombre de "Phantasma 2"). En ella, un niño a quien han convertido en vampiro, va a la habitación de su amigo a visitarle.
Vista hoy en día puede que os parezca simple o infantil, pero os puedo asegurar que allá por 1979 me creó tal trauma que estuve más de 20 años durmiendo con las ventanas cerradas y un pestillo en la puerta.
También recuerdo que, con diez o doce años, invité a un amigo a un helado y ese amigo, cuando creía que yo no le veía, tiró el helado a una papelera. Aunque os parezca ridículo, este momento sin apenas importancia, creó en mi un miedo al rechazo que duró demasiados años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario