Mariposa es, sin dejar espacio a la duda, una de las mujeres más hermosas que he visto. Una afirmación que comienza en sus ojos cristalinos, como el ideal de un océano descrito por el mejor de los poetas, lleno de peces de todos colores, formas y dimensiones. Toda ella es un perfecto ejemplo de los motivos por los que los hombres se enamoran en secreto, desde su sonrisa a sus pies. Y es que todo parece irrepetible y único, como arrancar el día viendo salir el sol en una playa, con los pies dentro del agua. Y no estoy hablando de belleza física porque eso, aunque algunos se empeñen en marcar estándares, depende de los ojos de quien mira.
Soy hombre, soy amo, y con Mariposa, sin entender el motivo, sale el de amo de los comienzos, el abismo de los destinos donde el Hyde es incapaz de contener a Jekyll. No había rastros evidentes en ella, la primera vez que vi su fotografía acerca de que fuese sumisa. ¿Cómo interpretar eso viendo una imagen estática? Tantos años ejerciendo de amo ha instalado en mi alma (que no en mi cerebro) un conato de yoquesé que me empuja hacia quien imagino que posee cuanto ambiciono. ¿Estoy diciendo que Mariposa es una sumisa sin saberlo? Lo que digo es que desearía que ella lo fuese. La muerte tiene las cosas tan claras que nos ha dado una vida extra, desperdiciarla es de idiotas, sin más. No puedo desperdiciar la oportunidad de intentarlo. La razón contra el placer. Comienza la lucha.
Si hay algo que me gustaría hacer con ella, no me gustaría hacerlo por ella, sino por mí. El egoísta es quien que se empeña en hablarte de sí mismo cuando te estás muriendo de ganas de hablarle de ti. Estoy hablando de mí, estoy hablando (escribiendo) en vez de escuchar. ¿Soy egoísta? Seguramente, aunque desde mi egoísmo desearía proponerle algo a Mariposa. Mi egoísmo me movería a pedirle a Mariposa que viniese a mi casa, al entrar le pondría una venda en los ojos, después la observaría. Cualquiera ambicionaría continuar, el amo que llevo dentro se detendría en ese mismo instante, deseando tan solo tomar asiento y contemplarla, ahí de pie, con los ojos vendados, como una sumisa que comienza algo que nunca acabará. En esos momentos desearé mostrarle lo que es un placer que pocos conocen, alejado de todo placer sexual, el placer en dominar o en ser dominado. Desearía enseñarle lo que es un amo o, mejor dicho, mostrarle a sí misma esa parte que todos tenemos escondida y que se ancla en el placer culpable.
Pero esa primera vez no sucederá. En vez de eso, simplemente la contemplaré desnuda: sus hombros, su rostro, esos maravillosos ojos ahora ocultos tras una venda, su perfecta boca, temblorosa, oír su respiración y acompasarme a ella, ver cómo reacciona a algo tan simple, tan peligroso, tan excitante como la nada. Contemplar sus tatuajes de cerca e imaginar a que se debe cada uno y porque en esa parte de su menudo cuerpecillo.
Después la ordenaré que se vista y se vaya, que vuelva a su casa para, en el primer espejo que encuentre, contemplarse a sí misma de forma verdadera, en la convicción de que es una sumisa, en el convencimiento de que todos necesitamos un momento de controlada e inocente locura.
Ella, yo, vosotros, cualquiera.
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