La mujer se detiene frente a la puerta del bar y después alza la vista hasta un rótulo que ha conocido tiempos mejores. No cabe duda, el nombre coincide, es el lugar. ¿Y ahora que? El haberse detenido un instante ha hecho que toda su determinación siguiera su camino, abandonando su cuerpo. Ahora la duda se ha apropiado del vacío. Maldita sea, ella vive en este barrio. Maldita sea, él también. ¿En qué diablos estaba pensando cuando aceptó? La mujer lleva un vestido de algodón ligero de color negro y unos zapatos de tacón. Nada más. No lleva ropa interior. Ahora mismo, observando a los clientes a través del cristal de la puerta, imagina que todos adivinaran la forma y el color de su sexo en cuanto se despiste y descruce las piernas. O se darán cuenta de que no lleva sostenes porque sus pezones están a punto de traspasar la tela. ¿Y si gira en redondo y vuelve a casa?
Además de sentir vergüenza, también siente que es una traición el hacer lo que va a hacer. O lo que está haciendo. La mujer es sumisa y tiene amo. Pero quien le ha ordenado vestirse así y acudir a ese bar no es su amo. La mujer siente como las mejillas le arden, avivadas por el sentimiento de la traición. Lo más normal sería darse la vuelta y volver a casa. Pero resulta que lleva demasiado tiempo haciendo cosas normales. Y está más que harta. Harta de respirar siempre el mismo aire, harta de comer siempre la misma comida y de charlar siempre con las mismas personas. Harta de que la única forma definitiva de cambio sea la muerte.
La mujer cierra los ojos y empuja la puerta de entrada del bar. El ruido del interior llega ahora más nítido: gente hablando, vasos chocando, el vapor de la cafetera aullando, un niño llorando y un hombre bostezando. El bar está lleno y quien la ha ordenado venir debería estar ahí, escondido en algún lugar, observándola ahora mismo. Prefiere no seguir mirando. Se dirige a la barra y pide un café con leche, después anuncia que tomará asiento en una de las mesas. El tipo detrás de la barra asiente. ¿Se habrá dado cuenta de que no lleva sujetador? Mientras camina hacia la mesa lo hace con la vista clavada en el suelo. Está sudando, las manos le tiemblan. Está tan lejos de su zona de confort que ni con un avión llegaría en horas. Toma asiento y se acurruca en la silla, apretando fuertemente los muslos para que nadie se dé cuenta de que no lleva bragas. El camarero llega y deja el café con leche frente a ella y desaparece.
En ese mismo instante llega un mensaje a su teléfono móvil. "Además de obediente, eres hermosa". El mensaje lo ha enviado el hombre que la ordenó venir. La mujer levanta la vista y mira alrededor. Ahí está. Nunca lo ha visto en persona, pero ha visto una foto suya. El hombre sonríe. Ella sonríe tímidamente. ¿Y ahora qué? Vuelve a preguntarse.
Entonces se da cuenta de que ha separado un poco las piernas, de que sus brazos ya no están cruzados sobre su pecho. Ahora le importa bien poco que alguien adivine que no lleva ropa interior. Incluso podría decir que está orgullosa de haberlo hecho, excitada. Y ese cambio ha sucedido justo después de leer el mensaje.
¿Y ahora que? Vuelve a repetirse mientras da un sorbo al café con leche bajo la atenta mirada de aquel hombre que pretende convertirse en su amo por un día.
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