Nacemos, crecemos, nos educan. Manos ajenas construyen con mimo nuestra moral y también nuestra vida. Un día nos permiten caminar solos, sin esos ruedines que mantienen nuestra verticalidad sobre la bicicleta. Y es entonces que encontramos un trabajo, alquilamos un piso, nos compramos un coche, nos casamos, tenemos dos hijos (puede que uno, puede que ninguno), cambiamos de piso, quizás de trabajo, quizás incluso de país, de familia, coleccionamos un coche tras otro a cuál más grande que el anterior, nos compramos una moto cuando llega la crisis de la mediana edad… ¿Y luego qué? La vida es una sucesión de acontecimientos predefinidos que se construyen uno tras otro basándonos en la cotidianeidad. No hay margen de maniobra porque la vida está estructurada de manera similar en esta civilización occidental y capitalista. Porque de lo que estamos hablando (escribiendo) es sobre cuanto de materialista hay en las metas que nos marcamos en la vida.
Practicar BDSM es, en cierta manera, una manera de escapar a todo eso. Dominar o ser dominado es una manera de volver a sentirse vivo (aunque sea durante unas horas tan solo), es una manera de escapar a los límites de esa autopista sin salidas que es la vida. Hay personas que intentan escapar de la cotidianeidad mediante deportes extremos, refugiándose en la literatura o apuntándose al ejército para ir a matar gente a un país remoto. E incluso así, siguen siendo actos cotidianos.
Pero el BDSM es diferente. ¿Por qué? Porque además de ser una práctica que escapa a todo lo conocido, es algo que nos transforma. Nos colocamos una máscara y fingimos ser otra persona. O quizás nos quitemos la máscara para ser nosotros mismos. Sea como sea, es algo que nos libera y nos conecta con nuestra parte más oscura, aunque también la más pura. La menos materialista.
Probadlo, aunque sea una vez en la vida. Hacedme este pequeño favor.
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