La mujer camina por una calle repleta de gente, lo hace con la vista clavada en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho. Lleva un vestido negro y corto, aunque la vergüenza que la obliga a caminar de esta forma nace en algo que nadie puede ver, ni tan siquiera adivinar. Ella está instalada en el convencimiento de que todos se han dado cuenta. De haberlo escogido, nunca habría salido a la calle sin llevar ropa interior, menos aún en su propio barrio. ¿Y si se cruza con algún vecino, un padre del colegio o algún cliente? Definitivamente se ha vuelto loca, ese tipo de enajenación que te empuja a continuar, como si no fueses consciente de cuanto te rodea.
Tiene frío, pero está sudando, también siente cierta humedad que comienza a crecer en su entrepierna en el mismo proceso que hace crecer el tamaño de sus pezones. Eso no es una buena noticia. Seguro que alguien se dará cuenta. ¿Y si gira sobre sí misma y vuelve a casa? Apenas lleva dos calles y el lugar adonde se dirige está a tres. Su cerebro hace un rápido cálculo: menos recorrido que por recorrer. Es el momento de recuperar la cordura y darse la vuelta. No porque vaya sin ropa interior sino porque siente que está entrando en la cueva del lobo sin protección, sin una antorcha con la que manejarse por el lugar, Carece de armas ni pertrechos. Está a su merced.
Cuando suele hacer balance de su vida (que es cada día y varias veces) ella siente que ha alcanzado casi todo a cuanto puede aspirar cualquiera. Llegar hasta ahí ha sido un proceso doloroso, un acto de introspección donde ha tenido que observar con detenimiento dentro de sí misma y asumir ciertas cosas que no le gustaban o que otros le habían dicho que no eran correctas. Sea como fuere, ahora se siente razonablemente feliz, si es que la felicidad existe. Aunque, a pesar de que estaba en el sendero correcto, de repente se ha desviado y ahora se encamina hacia la boca del lobo. No lo hace con paso firme ni decidido, pero continúa caminando. Esa cabeza tan estructurada y pragmática que sostiene sobre los hombros es la misma que le dice que no debería poner en peligro nada, también es la que la obliga a continuar caminando. Porque nada desea más que entrar en la cueva y ser devorada. Porque solo cuando sangras es cuando te das cuenta de que sigues viva. Eso es lo que le dice su yo salvaje a su yo pragmático a cada paso que da en el convencimiento de que, en el último momento, podrá darse la vuelta y retornar todo lo deprisa que sea capaz hasta el refugio de su hogar. O no, unos pasos más, a ver que sucede.
La gente la observa, todos, sin excepción. Aunque eso no es nuevo, cuando la ciudad es azotada por el más frío de los inviernos conocidos, la mujer se abriga como un oso polar que se ha vestido con la piel de otro oso polar. Y aun y así, siguen mirándola. Siempre ha atraído las miradas de los desconocidos. Ahora es diferente, ella imagina que lo que sucede es que todos adivinan que no lleva ropa interior, que está excitada o que va al encuentro del lobo. Sigue tan y tan perdida en esta espiral mental que no ha advertido cuenta de que ya está frente a la puerta del edificio donde vive el hombre que la ha ordenado salir vestida de casa de esa manera. O casi desnuda.
La entrada a la cueva del lobo.
¿Qué piso era? La mujer revuelve su bolso en busca del móvil y ve el antifaz que él le ha ordenado que traiga. También ve objetos que la devuelven a su segunda vida: un pintalabios, una galleta mordida, su monedero o un gracioso llavero que le regaló uno de sus hijos. El pecho se le encoge y se le seca la garganta. ¿Qué es ese calor que siente en las mejillas? ¿Dónde nacen esas sensaciones que hace tanto que no sentía? ¿Será esta emoción el motivo que la ha empujado hasta la puerta de la cueva? ¿Y si se está equivocando? ¿Y si se trata tan solo de una fantasía de lo que le gustaría que fuese, pero no debe ser?
Cientos de preguntas y ninguna respuesta. Esa es la clave. No debería estar ahí, pero con toda la voluntad de su alma desea estar. Aunque sea una única vez, solo por romper la rutina, por tomar aire o por ver si aún queda lugar para la sorpresa en su vida. De nuevo, la misma persona que le dice que no debe continuar es quien le dice que desea entrar en la cueva. Su yo pragmático y racional luchando contra la humedad de su vagina.
La mujer saca su teléfono móvil y revisa el último mensaje que le ha enviado el lobo. Después inspira con fuerza, llenando sus pulmones de todo el valor que es capaz y oprime el botón del portero automático.
-continuará-
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