La perra me está esperando en el recibidor de su casa. A mí, a nadie más. Utilizando el posesivo diría "mi perra me está esperando". Porque el BDSM es posesión.
He dicho "perra" porque a las personas se les llama por su nombre. Si os vais a escandalizar por llamar perra a una mujer en un contexto como el que nos ocupa, entonces mejor dejad de leer y volved a vuestros quehaceres.
Retomo: la (mi) perra me está esperando en el recibidor de su casa. Empujo la puerta entreabierta y la encuentro de pie, vestida, con una venda en los ojos y una vela en el suelo iluminando la estancia. Es más pequeña de lo que imaginaba. Mejor. Me gusta la gente pequeña. Cierro la puerta, la cojo del cuello y digo "hola perra" antes de besarla en los labios. Pronuncio las palabras con una deliberada debilidad, casi el susurro de un adolescente. Todo tiene un motivo. La perra apenas devuelve el beso. Después descubriré que esa mujer es capaz de asumir que venga un desconocido a su casa a usarla, pero le cuesta dar un beso porque necesita algo más. Quizás el día previo al apocalipsis nuclear sea capaz de darme un beso de verdad, pienso.
Meto una mano por debajo de su falda, aparto su braga y meto mis dedos en su coño. Está húmedo. Después saco los dedos y los huelo. Antes de eso he colocado un collar en su cuello. Mis dedos huelen a flujo de perra. No esperaba menos.
El plan es llegar, masturbarla e irme. Sin que ella pueda verme. Sus besos saben a tabaco y alcohol, pienso mientras continuo masturbándola. La perra se corre dos, tres, cuatro veces. Le quito el vestido y observo su cuerpo. Es pequeña. Me encanta ese cuerpo aunque para mí el físico sea secundario. Lo que realmente me atrae es su mente de perra arrastrada. ¿Os seguís escandalizando? Pues dejad de leer porque eso es lo que es ella para mí.
Una perra arrastrada.
Aunque esta noche no lo sea. Pero, a pesar de esa diferencia, ella sigue siendo la perra arrastrada que quiero que sea.
Meto uno de mis dedos en su culo, está cerrado pero acaba entrado. La hago apoyarse contra la pared y la cojo con fuerza del cuello. Meto más adentro el dedo, ella se queja. Le gusta pero le duele. Tiene miedo. Saco mi dedo. Debo detenerme porque esta noche no ha venido el amo. En realidad quien ha venido es un vecino que va a masturbar a esa mujer que, a veces, la ha visto pasear por el barrio.
La mujer. La perra. El hombre. El amo. Todo son etiquetas.
La perra huele a sexo. Lo único que quiero es sacarme la polla y follármela por todos lados. Pero no lo hago porque me he equivocado antes con ella y no puedo permitirme ni una más. También por respeto. Cuando digo que voy a hacer algo a alguien, lo hago. Ni más ni tampoco menos.
La perra está cansada. Le pregunto si quiere que me vaya. Ella asiente aún a su pesar. Está pendiente del teléfono, no le quedan fuerzas. Ella quiere que yo la use. Yo quiero usarla. Y, a pesar de ello, abro la puerta y me voy. Las cosas han de ser como han de ser cuando han de ser. Puede que ese no sea el secreto del éxito, pero ayuda a dormir mejor y facilita que las cosas fluyan y continúen.
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