Quienes saben de cocina aseguran que los estofados acaban mejor cocinados a fuego lento. Y cuanto más lento mejor. Recuerdo hace años que cociné un "civet de porc senglar" (estofado de jabalí) para un grupo de 20 personas y lo cociné en una vieja masía donde había tres o cuatro estufas de leña, repartí las cazuelas sobre todas esas estufas y ya podéis imaginar que iba corriendo de un lado a otro de la casa, controlando, probando, rectificando... La carne del jabalí recién cazado, debe congelarse porque han de pasar unos días para que el veterinario certifique que no tiene enfermedades. Posterior a su descongelación, la carne está más dura que un día sin pausas para el café (así es el jababalí) por lo que el secreto consiste en cocinar a fuego muy lento para romper las fibras. Aquel estofado estuvo cerca de cuatro horas cocinándose en las estufas y quienes lo prueban aseguran que fue lo mejor que habían comido en años. Aunque quizás este recuerdo lo tengo algo distorsionado por culpa de mi ego. Pero fue un estofado espectacular. Eso si.
Todos los placeres de la vida deberían estar cocinados a fuego lento. Y no asocio ahora placeres a sexo o a BDSM (como suele ser habitual en este blog), hablamos de cualquier placer, sea oral o no.
No obstante, nuestra personalidad nos mueve también a querer llegar al clímax de cualquier placer lo antes posible, saltándonos todas las etapas y acabando en la cárcel sin pasar por la casilla de salida (Monopoly dixit). Es complejo echar el freno de mano cuando estas al volante de un potente coche deseoso de sentir la velocidad en tus venas. Yo soy el primero al que le cuesta apaciguar las cosas y bajar el fuego para que todo se cocine con tranquilidad y el sabor final sea más potente.
No soy una persona impetuosa aunque muchas veces me muevo por impulsos y esos impulsos me hacen correr cuando debería caminar. Y sucede aunque el ímpetu o la obsesión no formen parte de mi vocabulario. Me gusta cocinar las cosas a fuego lento y no me gusta perder el tiempo. ¿Son compatibles ambas cosas? Encontrar ese equilibrio es el secreto de cualquier tipo de placer: apretar ligeramente el acelerador cuando el coche pierde velocidad y apretar ligeramente el freno cuando va a toda prisa. Mantener una velocidad constante que acabe llevándonos a nuestro destino sin que nuestro copiloto se aburra, se maree o decida bajar del coche y pedir un Uber.
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