viernes, 4 de marzo de 2022

El cocinero, la comensal y un postre imposible de rechazar -1- (relato)

 

El cocinero, un tipo corpulento, de mirada amable, aunque también tenebrosa, está parado frente a un grupo de fogones encendidos sobre los que hay diferentes ollas y sartenes donde se están cocinando diferentes tipos de alimentos. Lleva unas horas con esta tarea y aún le queda un buen rato, aunque ya tenga a una única comensal esperando en el comedor.

La mujer que espera en el comedor está sentada frente a una mesa de roble y junto a una chimenea encendida. La mesa tiene un mantel de color blanco tejida con la mejor de las sedas turcas de finales del siglo XIX, también hay cubiertos de plata, vajilla inglesa y copas de cristal de Murano. Aunque todo eso es secundario para ella porque hace años que se ha autoconvencido de que lo que realmente importante no es el dónde ni el cómo. ¿Qué importa que estés en el mejor hotel del mundo si te sirven una hamburguesa recalentada que debes comer a toda prisa acompañada de frases grandilocuentes y patatas que saben a cartón mojado?

En el pasado, la mujer siempre comía apresuradamente, en apenas quince minutos, en ocasiones junto a su marido u otras comía a solas en la cocina. El llevar muchos años casada y tener unos niños corriendo por casa hace que el tiempo se acorte. Como una imposibilidad cuántica donde los días se convirtiesen en horas y las horas en minutos. Ahora ella dispone de más tiempo y comienza a disfrutar de la cocina a fuego lento, de los eternos aperitivos antes de ponerse a comer o de las deliciosas sobremesas. Comiendo a solas o en buena compañía. Una buena comida, lo mejor del día.

El cocinero aparece en la estancia, va vestido con ropas blancas, merecedoras de un premio al mejor lavado, lleva un gorro y un mandil también blancos. Saluda a la mujer sonriendo y le informa que aún tardará un poco en servir el primer plato.

-No importa -dice ella con una sonrisa amable- me gusta esperar.

-¿Le gusta esperar, en serio? -pregunta él sorprendido.

-Las cosas, a fuego lento, funcionan mejor. Usted que es cocinero, lo sabe mejor que yo.

El cocinero la mira y se aproxima a ella. La mujer debe tener alrededor de cuarenta años, es atractiva, delgada, con una larga melena gris y una sonrisa magnífica. Antes de continuar hablando, el cocinero se lo piensa dos veces. La mujer advierte ese titubeo y vuelve a sonreír.

-Hable sin tapujos -ordena ella.

-Aunque yo sea cocinero, usted sabe tanto de cocinar las cosas a fuego lento como yo.

Contesta, consciente de que no están hablando tan solo de ese proceso que consiste en dar forma a los alimentos.

-¿Hay alguien más en la cocina? ¿Quiere tomar asiento conmigo?

-Estoy solo en la cocina y debería continuar para poder proporcionarle el placer de una magnifica cena.

-Estoy segura de que será muy placentero todo…

El cocinero sonríe, se da la vuelta y desaparece. De vuelta a su reino, plantado frente a los fogones, se pregunta que ha sucedido. Lo único que sabe de ella es que le contrató a través de un amigo para servirle la mejor cena posible. Y eso no es nada barato. ¿Quién es ella?

La mujer coge la botella de vino y se sirve una copa que después acerca a sus labios, y da un pequeño sorbo. Es vino tinto, árido y poderoso. Cierra los ojos y da un segundo sorbo, igual de breve. No le gusta el vino tinto, aunque mejor debería decir que le gusta el vino blanco. Pero ese tinto es el mejor vino que ha probado en su vida.

El olor que le llega desde la cocina es impresionante, la misma impresión que le ha causado el cocinero: su voz, su porte… ese doble sentido que tan bien ha sabido manejar teniendo en cuenta que estaba frente a una clienta. La mujer se pone en pie y se quita el jersey que lleva puesto. Hace calor. Debajo lleva una camisa liviana, sin ropa interior. Baja la vista y observa sus pezones marcándose a través de la tela. No tenía pensado quitarse el jersey. Sonríe y propina otro sorbo de vino.

Al cabo de un rato, no demasiado, el cocinero aparece con un plato en su mano que deposita frente a ella. Es una especie de cuenco de madera con un huevo dentro al que se le ha roto la parte superior y del que surge una especie de espuma.

-Huevo cocido, muselina de la coliflor y emulsión de anguila ahumada -informa.

La mujer observa fascinada el manjar que hay frente a ella sin darse cuenta de que el cocinero tiene la vista clavada en sus pechos, en sus pezones erectos tratando de romper la fina tela de seda de la camisa.

-Espero que lo disfrute -dice él, sonriendo.

-Estoy convencida de ella. Es una pena comer esto yo sola.

-Ciertos placeres son mejores a solas.

-No estoy muy convencida de eso. Quizás, cuando haya acabado su trabajo, puede acompañarme en los postres.

-No se si eso es apropiado -contesta el cocinero en contra de su voluntad.

-¿Le preocupa lo que es apropiado?

-Nunca, excepto cuando trabajo.

-Pues entonces cuando acabe hoy su trabajo, podría ser usted un poco inapropiado -dice ella sonriendo mientras hunde una cucharilla dentro del huevo y coge un poco de la espuma que lleva hasta su boca.

El cocinero espera unos segundos mientras los ojos de la mujer se abren y devuelve su vista al plato. No hay nada mas placentero para él que observar a alguien alcanzando el clímax gracias a su sabiduría.

-¡Maldita sea! -grita ella- ¡Esto es impresionante!

El cocinero sonríe, se da la vuelta y vuelve a la cocina.

La mujer continúa comiendo aquel manjar y bebiendo vino mientras un calor comienza a subir desde su pecho hasta su cabeza. O quizás no esté subiendo desde su pecho exactamente sino de un poco más abajo…

El cocinero aparece al cabo de un rato con otro plato. Esta vez es un plato redondo y gigantesco, de color blanco, como un cuadro descolgado de la pared. Es hermoso, tiene comida de color roja, verde y naranja, todo imposible de adivinar. La comida forma círculos y líneas cruzadas.

-Huître con crema de echalotes y declinación de peras -informa el cocinero.

-No he entendido absolutamente -dice ella sin poder articular más, con la vista fija en esa obra de arte.

-Huitre es un modo cursi que tenemos algunos cocineros de llamar a las ostras.

-Me encantan las ostras, dicen que son… -la mujer ahoga la última palabra.

-Espero que lo disfrute -dice el otro.

-Estoy convencida de ello…

La mujer ataca el segundo plato, con calma, pero también con ese nerviosismo que nace en saber que vas a descubrir nuevas sensaciones. El sabor la transporta a un bosque en una pequeña isla, rodeada de un vasto océano. Nunca ha probado nada igual antes. Da un nuevo trago de vino y descubre que el calor que siente no sale de su corazón, sino de su sexo. Definitivamente. Y ni el vino ni las ostras ayudan a apaciguar eso.

Los platos siguen saliendo uno tras otro, a cada cual mejor. A cada cual, convirtiendo su cuerpo en algo incontrolable, doblegando su voluntad y haciendo que el calor sea insoportable. Con el quinto plato, la mujer se quita la camisa y queda desnuda de cintura para arriba.

Cuando el cocinero aparece con el postre, se detiene en la entrada y se da la vuelta.

-No pasa nada -dice ella- puede pasar. Tengo calor, pero no siento vergüenza. Ahora mismo me siento feliz y libre y todo eso gracias a usted. Está siendo una experiencia irrepetible.

El cocinero vuelve a mirarla y se acerca con cautela.

-Moras salvajes con helado de lavanda -informa antes de darse la vuelta.

-Espere un momento -ordena ella.

El cocinero se queda inmóvil, de espaldas a la mujer semidesnuda.

-¿Ha sobrado algo de este postre? -pregunta ella.

-Siempre cocinamos de más por si el cliente quiere repetir o por si tenemos un problema con el emplatado.

-Entonces sirva otra ración para usted y coma conmigo.

-No debería -dice él, titubeante, aun de espadas.

-Yo soy la clienta, obedezca.

Es la segunda vez que le ha dado una orden tajante en lo que va de noche…

-continuará-

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