Ambos siguen comiendo, ella disfrutando de ese extraño postre con un lácteo que no acostumbra a decorar los mejores platos de los mejores restaurantes (tampoco en los peores), él está comiendo con ansia, pasando la lengua, encajando los dedos en la mejor de las elaboraciones que ha hecho nunca cualquier dios, aunque saliese de la costilla de uno de sus iguales. El silencio está roto por gemidos y lametones, también por el crepitar del fuego de la chimenea, como un involuntario concierto, con una cadencia casi armónica. Al cabo de un rato, la mujer lanza el plato vacío hacia la mesa, abre un poco más sus piernas y deja escapar un grito que resuena en las paredes de madera mientras un incontrolable escalofrío recorre su cuerpo. El cocinero sale de debajo de la mesa, se limpia la boca con una de las servilletas y vuelve a tomar asiento.
-Un servicio magnífico -dice ella entre jadeos- me reafirmo una vez más.
-¿Entonces me pondrá una buena review?
-Si es capaz de repetir lo que ha hecho esta noche entonces le pondré un piso en Pedralbes.
El cocinero recuerda que la mujer es la esposa de un acaudalado hombre de negocios. O eso le dijeron. Se imagina como un prostituto en un bonito piso de la zona alta de la ciudad mientras cocina en espera de que su ama y señora llegue a reclamar sus servicios. Es tan divertido como imposible y es que eso nunca sucederá.
No se ve como un sumiso al servicio de una dama, sea acaudalada o no. De hecho, hace treinta años que es amo.
El cocinero se levanta, coge a la mujer de los cabellos y la tira al suelo. Ella le mira sorprendida, pero no protesta. En cualquier otro contexto, por haber hecho eso, podría haber acabado durmiendo en la comisaria. ¿Por qué lo ha hecho? La respuesta es simple: porque sabe reconocer a una sumisa a kilómetros de distancia, no tan solo porque suelen ser mujeres como la que ahora le observa desde el suelo, personas poderosas y/o de fuerte carácter. También ha reconocido en ella esa mirada de quien está buscando a alguien la ponga en su lugar. Muchas personas dominadas contemplan el proceso como un juego donde alguien debe ser lo suficientemente poderoso para doblegarlas, por eso son rebeldes a conciencia, aun a riesgo de perder a la persona dominada. El cocinero odia a ese tipo de sumisas porque para él, el BDSM no es un juego. Y si lo es, es un juego cooperativo, nunca competitivo. Pero aquella mujer le atrae demasiado como para volver a la cocina a finalizar el servicio.
-Ahora vas a obedecerme -dice él, colocándose de pie sobre ella-. ¿De acuerdo?
La mujer asiente con la cabeza.
El hombre ha tenido suerte. Una vez más, su intuición ha funcionado. Quizás el riesgo haya sido demasiado porque no solo se jugaba una denuncia, sino
también perder su trabajo. Los cocineros de renombre no suelen coger a sus
comensales del pelo y arrojarlos al suelo.
El hombre coloca a la mujer a cuatro patas, luego saca su pene y la penetra. Sin esperar ni preguntar. El sexo de ella está caliente y húmedo y permite la penetración sin problemas. El hombre la coge de las caderas y comienza a follarla con fuerza mientras tira de sus cabellos, golpea sus nalgas, retuerce sus pezones y le recuerda lo perra que ha sido durante todo el servicio.
-Te has comportado como una perra durante el servicio -repite él- así que vas a seguir siendo una perra el resto de la noche.
-Tu perra.
-Mi perra arrastrada.
El hombre saca su pene, ensaliva el culo de la mujer y comienza a sodomizarla, primero lentamente hasta que los gemidos de placer de ella le indica que puede entrar más adentro, más rápido. No quiere dañarla, solo usarla para su placer.
-¿Te duele? -pregunta él.
La mujer sonríe ante la sola idea de que a aquel hombre pueda preocuparle si le duele el sexo anal. La realidad es que nunca lo había practicado hasta que, después de tener su segundo hijo, una noche de copas y risas, mientras los niños dormían en la habitación contigua al comedor, su acaudalado esposo le había dicho, entre bromas, que si únicamente follasen por el culo no tendrían más hijos. Ella sonrió en ese momento. Con dos hijos tenía más que suficiente así que se quitó los pantalones y dejó que su marido la sodomizase. Desde aquel día apenas volvió a penetrarla vaginalmente, convirtiendo aquel jueguecito cristiano en una rutina que a ella le volvía loco.
-Tranquilo, no me duele -dice ella con una sonrisa cómplice.
El hombre tira con fuerza de sus cabellos.
-No me duele, amo -repite ella.
-Así mejor.
Siguen follando en todas las posiciones, agujeros y estancias de la casa. Una casa que no pertenece a ninguno de los dos. En realidad, esa cena ha sido el regalo de una amiga por su 45 cumpleaños y la casa es la de su amiga que está de viaje.
-Un servicio excelente -dice ella llegando al orgasmo mientras el hombre la sodomiza con fuerza.
-¿Ahora si que voy a tener una buena review? -pregunta él sin dejar de follarla.
-Por supuesto, aunque es una pena no poder explicar el motivo.
El hombre la coge con fuerza de las caderas y empuja aún más fuerte.
-¿Cómo lo titularías? -pregunta él.
-El cocinero y la comensal…
-¿No dirías nada acerca del postre? -pregunta él antes de volver a explotar dentro del culo de ella.
La mujer sonríe al sentir aquel líquido caliente derramándose en sus entrañas.
-El cocinero, la comensal… -repite ella- y un postre imposible de rechazar.
Y al acabar la frase ambos se derrumban y queda abrazados desnudos junto a la chimenea, sudados y agotados. Escuchando en silencio el resuello y los latidos del otro, intentando ser un solo cuerpo después de aquella sesión irrepetible.
-Un servicio excelente -repite ella con un imperceptible susurro en el oído de él.
---fin---
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