La definición más romántica cuenta que en la antigua Grecia existían existieron unas diosas, hijas de Zeus y Mmemósine llamadas Musas quienes acostumbraban a acompañar a Apolo (dios de la música y las bellas artes) y cuya misión consistía en bajar a la tierra a susurrar idea y también a inspirar a quienes las convocasen. Las musas eran nueve y cada una de ellas se dedicaba a un arte diferente. Hasta aquí todo muy bonito, a excepción de que este bello relato suele omitir que Apolo se zumbó a las nueve.
Obviando así el origen de la palabra y obviando al sátiro de Apolo, vayamos a la segunda definición más canónica de la palabra "musa".
Y aquí sí que he quedado sorprendido porque la misma palabra puede ser definida como "inspiración" pero también como "ingenio".
Me considero alguien ingenioso, no por méritos propios sino por esa necesidad de supervivencia que me ayuda a destacar con lo único para lo que valgo. Pero la inspiración es otra cosa...
Suelo necesitar una musa para escribir, no tanto para el "como" sino para el "que" cuya translación llegaría hasta el "para quien". Es decir, necesito una musa que me inspire algún tema y necesito escribir para esa persona. Cuando era joven, escribía horas y más horas imaginando a lectores imaginarios que sostenían mis novelas con la mandíbula desencajada de satisfacción. Superada esa voluntad nacida del ego, con el tiempo me he dado cuenta de que nunca escribes para muchos, sino que escribes con un único lector en la mente que sueles ser tu mismo. Pero pasan los años y te cansas de intentar sorprenderte porque resulta que el lector ya conoce las trampas de su reverso tenebroso: el escritor. Y es ahí donde necesito a una musa, alguien para quien escribir y a quien estimular intelectualmente, alguien a quien sorprender y que me mueva a ponerme delante del ordenador a escribir porque las románticas máquinas de escribir pasaron a mejor vida...
Necesito una musa.
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