Alba está sentada en el sofá de su casa, con la vista clavada en la puerta (ahora firmemente cerrada) que da acceso al rellano de la planta quinta del edificio. Alba podría estar mordiéndose las uñas pero se las ha mordido tanto durante la semana que no quiere acabar la espera con un ejercicio de canibalismo. Va vestida con una camisa abotonada hasta el cuello y una falda por encima de la rodilla, tal y como le ha ordenado él. No lleva ropa interior. Durante un breve instante, tan breve como un pestañeo, la idea de no abrir la puerta a quien está apunto de llegar, cruza junto a los miles de pensamientos que se agolpan tras sus ojos y se pierde en algún otro lugar de su cerebro. Mejor así, en el fondo está deseando que el hombre se retrase para prolongar esa excitación unos minutos mas.
Para su goce y desgracia, el timbre del portero automático resuena por toda la casa rebotando de un lado a otro. Alba se levanta con lentitud, camina hasta el aparato y oprime el botón. Después coge el antifaz que ha comprado esa misma mañana en una tienda repleta de cuadernos, bombillas y toallas por un euro, deja entreabierta la puerta y coloca el antifaz sobre sus ojos. Adiós a la realidad.
Puede escuchar el ruido del motor del ascensor, la puerta abriéndose cinco pisos mas abajo, el ascensor subiendo, ahora se abre la puerta de su rellano, unos pasos y la puerta de casa se abre. Alba siente que puede morir de un ataque al corazón en cualquier momento, que muerte mas deshonrosa y bella sería la suya entonces. Incluso aunque acabase ahí, habría valido la pena.
El hombre dice "hola Alba" y ella responde "hola amo". Esa es la prebenda del recién llegado, llevar su titulo y su rol por encima de su nombre, como uno de esos caballeros que se anunciaban a la llegada del castillo. ¿Será ella la virginal princesa a quien debe tomar? Alba sacude (imaginariamente) su cabeza para alejar esa imagen que se ha apropiado de la oscuridad.
La puerta se cierra, el hombre se acerca a Alba y la abraza, un abrazo cálido y placentero. Alba hubiese preferido quizás que el hombre metiese directamente la mano bajo su falda pero ese abrazo está tan desubicado en su imaginario que cierra los ojos y recibe la calidez con un agradecimiento que la sorprende a ella misma.
El amo deja de abrazarla y comienza a desnudarla. Alba no siente vergüenza, al fin y al cabo, un cuerpo es un instrumento y en la ferretería todas las herramientas son diferentes pero todas tienen su utilidad y su comprador. Nunca le ha preocupado lo que piensen de ella más allá de que observen su cuerpo y olviden el resto. No es el caso. ¿Por qué ha escogido el símil de la ferretería? Ahora se da cuenta de que hubiese sido mas apropiado pensar en una tienda de instrumentos musicales. Que más da, al menos tiene unos segundos para pensar mientras el hombre la desnuda. Distraer su mente para que él no se de cuenta de que ella está deliciosamente aterrorizada.
Completamente desnuda, nota un dedo de su amo recorriendo su cuerpo... sus labios, su cuello, bajando hasta los pechos, rodeando sus pezones, de vuelta al sur rodeando su ombligo, jugando con su vello púbico y obviando el sexo para seguir bajando por la parte interior de sus muslos hacia sus rodillas.
Su amo (si, su amo, ahora si) se detiene y Alba escucha ruidos de tela, una cremallera, después un sonido que es incapaz de reconocer pero que sabe que son las cuerdas cayendo al suelo, seguro. Su amo comienza a encordarla lentamente, las manos a la espalda, después la cuerda sube hasta su cuello y lo rodea suavemente, y cae hasta sus pies donde son atados en pareja indivisible, como sus manos. Ha acertado, eran las cuerdas. ¿Dónde está su premio? Alba quiere su premio. ¿Pero en que diablos está pensando? Debe concentrarse, debe focalizar toda esa dispersión mental en una única premisa: servir a aquel desconocido.
Porque, por definición, es un desconocido ya que nunca antes le ha visto en su vida.
Ahí, de pie, desnuda y expuesta a un desconocido, atada y privada del sentido de la vista, la idea de no haber abierto la puerta vuelve a cruzar su cabeza, en esta ocasión mas lenta, tan lenta como ella cuando se ha levantado del sofá y se ha encaminado a la puerta. ¡Alba, deja de pensar! Se ordena a si misma en silencio. De repente se da cuenta de que, además de ciega, ahora está muda. Quizás permitir que todas esas ideas crucen por su cabeza es la clave. Dejar fluir, ser ella misma, no cortar ningún pensamiento, ninguna voz.
-¿Estoy loca, amo? -pregunta de repente.
-Por supuesto que no, mi querida sumisa -contesta su amo con voz firme.
Alba es consciente de su inconsciente en permitir lo que está sucediendo porque ahí radica la clave de todo esto. No lo ha permitido sino que lo ha buscado. Necesita encontrar ese interruptor en la oscuridad que la reconecte con su sexualidad, que la haga sentir que el placer es algo más que un orgasmo. Asumir que el placer es la espera, lo prohibido, las fantasías. Entender que puede servir a otro sirviéndose a si misma. Y no al revés, como hasta ahora. Entender que ese desconocido no es la luz, sino tan solo el interruptor.
De repente nota una especie de pluma recorriendo su cuerpo. Alba hace un esfuerzo por no reír, siempre ha tenido cosquillas pero ahora es diferente. La pluma rodea sus pechos como lo ha hecho antes el dedo de su amo. Baja por su estomago y, volviendo a obviar su sexo, se desliza por el interior de sus muslos.
Y también de repente, Alba siente que ha encontrado el interruptor en la oscuridad.
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