viernes, 12 de abril de 2024

El can (relato)

 




Toda la actividad humana está motivada por el deseo o el impulso (Bertrand Russell)

 No acabo de imaginarnos enfrentados, aunque ahora suceda. Me observas con esos ojos grandes y tímidos que tanto me atraen. También me inquietan. Estás esforzándote por sonreír, pero alguna parte descontrolada de tu sistema nervioso ha secuestrado esa sonrisa, transformándola en una especie de mueca. Frunciendo el ceño, bajas la vista hasta el suelo.

Yo también sonrío.

Sonrisas diferentes desde el escondite común, significado como deseo.

—De rodillas —ordeno.

Te arrodillas, obediente. Acabamos de llegar de la calle, te has quitado el abrigo que ahora cuelga en una percha en la entrada. Vistes como te ordené: una camisa y una falda, también medias negras. Levantas la vista y cruzamos miradas. Siento orgulloso al adivinar ese poso de miedo en tus ojos. No es a mí a quien temes. Pronto desaparecerá todo eso, seremos uno solo.

—No me mires —ordeno armado de una inquebrantable firmeza.

Bajas la cabeza, entonces, con cuidado, coloco una pequeña correa roja alrededor de su cuello.

—¿Quién eres? —pregunto al acabar.

—Tu perrita, señor —contestas con la vista clavada en el suelo.

Tiro suavemente de la correa y te conduzco hasta el comedor, moviéndote a cuatro patas tras de mí, moviéndote como la dócil perra en la que deseas convertirte. Aquello que, alejado de toda doble intención, te hace sentir felizmente útil. Ser sin pensar. Necesitas serlo porque necesitaba que alguien te entienda sin juzgarte.

En el comedor, te ordeno que recuperes la verticalidad impropia de un perro. Obedeces, sin mirarme a los ojos. Coloco una venda sobre tus ojos y tomo asiento en el sofá, sin decir más. Continuas de pie, frente a mí, inmóvil, esperando. Te observo. La belleza es un concepto subjetivo, aunque a mí me pareces la mujer más hermosa que he visto nunca, así, frente a mí. Vuelvo a levantarme y me acerco hasta ti, te beso en los labios, un beso delicado, sosteniendo tu cara entre mis manos. Comienzas a temblar, involuntariamente.

Estás en esa parte de un todo que deseas, haciendo lo que deseas con quien deseas. Es por eso por lo que no puedes dejar de temblar. Nervios, emoción, miedo, excitación, todo agitado en un cóctel que te electrifica desde la punta de los pies hasta ese pelo desordenado que siempre luces, que tanto y tanto me gusta.

Comienzo a desabrochar tu camisa, lentamente, separo la tela y observo, después te despojo de la camisa. También el sujetador. Estás desnuda de cintura para arriba, comienzo a pasar mi dedo índice por tus hombros, tu estómago, tus brazos, tus pechos, sostengo tus pezones entre mis dedos. Vuelvo a besarte.

Si pudiese entrar en su mente, descubriría que estás pensando lo mismo. ¿Cuánto debo esperar para sentirlo dentro de mí? ¿Cuánto debo esperar para entrar en ella?

—¿Quién eres? —pregunto de nuevo, apretando ligeramente.

—Tu perrita, señor —vuelve a contestar ella con diligencia.

Meto una de mis manos por debajo de tu falda, te ordené que llevase unas medias de medio muslo, subo hasta llegar a su sexo, lo noto caliente y húmedo a través de la ropa interior que aparto con el mismo dedo con el que comienzo a masturbarte.

Te doblas y gimes.

Me detengo.

—¿A qué has venido? —pregunto mientras te desnudo por completo.

—A servir a mi señor, a darle placer, a sentirme suya.

Estás de pie, completamente desnuda, esplendida. Eres mi propiedad. Puedo hacer lo que quiera contigo. Por supuesto que voy a hacerlo.

Y sucederá porque ambos lo deseamos.


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