La magia de convertirnos en nosotros
mismos es una contradicción que rechazamos contantemente. A diario, revisitamos
nuestra vida para después aseverar, con inquebrantable vehemencia, que siempre
hemos hecho lo que hemos querido porque somos libres, auténticos y únicos. Una
mentira envuelta en papel de regalo y con un bonito lazo que nosotros mismos
nos hemos encargado de hacer.
Convertirnos en nosotros mismos
es algo sencillo, también es (casi) imposible de conseguir. Despojarnos de toda
apariencia y asumir lo que realmente somos y deseamos es un golpe de realidad
tan contundente que preferimos vivir en la comodidad de lo establecido, en la
moral de lo sugerido, en la bondad de lo falso. Y seguimos asegurando que
ninguna cadena nos retiene. Somos tan egocéntricos que somos incapaces de
reconocer que somos egocéntricos.
Hay gente que acude al psicólogo,
al psiquiatra o al bar de la esquina a conseguir ese proceso, mirando hacia
dentro de si mismos (o hacia dentro de un vaso de gin-tonic) para descubrir que,
en esencia, son otras personas. Que sus deseos son sucios, inmorales e incluso
rozan la ilegalidad.
Practicar BDSM nos acerca a ese
momento de libertad amoral. Pero también existen otras palancas (parafraseando
a esos ridículos gurus de la autoayuda) que nos acercan a esa persona que
realmente somos. El arte es una de esas “palancas” que nos rescatan para liberarnos,
como creadores, aunque los receptores estén contemplando un cuadro e interpreten
que esos trazos son un proceso. Solo hace falta ver los cuadros de Van Gogh,
las películas de Kubrick o las novelas de Bukowski, para reconocer que esos
genios están liberando su autentico yo sin necesidad de pasar por el psicólogo…
y a riesgo de acabar cortándote una oreja para enviársela a tu amante amada.
Liberarse es necesario, aunque
sea cinco minutos a la semana, aunque sea escribiendo dos frases, lanzando dos
pinceladas a un lienzo en blanco o permitiendo que alguien te ponga una venda
en los ojos.
Liberarte.
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