En la opulencia de la aristocracia, donde la mirada de vizconde de Valmont se desliza entre la seda y el encaje, se esconde un mundo de deseos y pasiones ardientes, un tabú bajo todas esas máscaras propias de un carnaval. El vizconde mueve sus pies, deslizándose entre los invitados, entre susurros discretos y gestos delicados, tejiendo una red de intriga y seducción que desafía las normas impuestas por la moralidad y el decoro hacia sus semejantes, hacia sus plebeyos. En el centro de banquetes repletos de montones de comida innecesariamente excesiva y bailes elegantes, el corazón de la aristocracia late todos al ritmo de quienes anhelan esa libertad de entregarse al deseo más profundo. Escondidos tras las máscaras, como si no supiesen realmente quien es el otro.
Poco después, esa misma noche, tras decenas de puertas cerradas y cortinas de terciopelo tejidas en Asia, la aristocracia se despoja de sus fachadas y se sumergen en un mundo de sensualidad y erotismo. Cada susurro, cada roce, es un acto de rebelión contra las normas establecidas, una celebración de la libertad y el placer sin límites. Los roles se desdibujan, creando un escenario de juegos de poder y placer. Puede que parezca un juego excitante pero es simplemente gente follando, despojados de todo erotismo. Primos sodomizando a hermanas, padres lamiendo a sobrinas, aristócratas con sus penes metidos en la boca de la servidumbre. Y es que cuando todos ellos comienzan a lamerse, morderse, besarse, penetrarse… el vizconde hace horas que yace en un diván, descansando después de follar con todo aquel que se ha cruzado de camino a sus aposentos. Hay una gran diferencia: el vizconde ha utilizado la llave del erotismo para entrar en sus víctimas. Es el único que la ha utilizado, en realidad. Quizás no sea ni tan siquiera un aristócrata.
Doscientos años después, en un nuevo mundo sospechosamente parecido en opulencia y decadencia, las pasiones arden con semejante intensidad, aunque, en esta ocasión, no consiguen ser liberadas de las pesadas cadenas del juicio y la represión. Ya no queda ni una sombra del eco de los susurros de aquellos cortesanos, apenas un breve halito donde los suspiros de los amantes clandestinos fornicaban con fiereza contra las paredes de los palacios. El erotismo en aquella aristocracia era un tabú que se mantenía entre en las sombras. Ahora ni tan solo es un secreto compartido, ahora es solo abuso de poder y perversiones, nada elegante, nada divertido. No entienden lo que el erotismo significa antes de construir un encuentro. Para un aristócrata, sacar una tarjeta de crédito de Oro es lo mas parecido al erotismo. Es decir: el vacío mas absoluto. Y aun y así, sienten que tienen que ocultarlo, sobre todo cuando el domingo siguiente de haberse follado a la cridad, están con su familia en la iglesia cantando salmos y recitando oraciones.
¿Lujuria del siglo XVIII o sordidez del siglo XXI? Al fin y al cabo, son la misma cosa: el permitir que escapen nuestros deseos más oscuros y aquellos que más enroscados están en nuestras personalidades. Pero hacerlo de forma automática, solo porque pueden, olvidando lo mas importante: la construcción. Follar, confesarse y sufrir la penitencia. De nuevo la Visa Oro saliendo a relucir.
Ni tu ni yo pertenecemos a ninguna de esas aristocracias, no formamos parte de esos ecos ni tampoco somos los reflejos presentes en los palacios. Somos dos personas que no usamos una máscara, ajenos al baile de carnaval, caminamos de la mano para encerrarnos en una habitación, al abrigo de miradas ajenas. Quizás sean unos aristócratas, pero nosotros somos los reyes del morbo. Para demostrarlo deslizo mi mano por debajo de tu vestido, acariciando tu piel tostada, suave, mi mano llega a tu sexo, noto la humedad en tu ropa interior. En la oscuridad imagino que me estás mirando y sonriendo. No seremos aristócratas pero tu serás mi reina. Busco tu rostro en la oscuridad y cuando lo encuentro te beso, un beso apasionado y sucio, prólogo de cuanto sucederá después, sin la necesidad aristocrática de escondernos, sin la necesidad de aparentar lo que nunca seremos.
Follaremos como animales y después escribiremos sobre ello, porque no tenemos nada que demostrar.
Coloco con suavidad un antifaz en tus ojos y enciendo la luz. Ahí estás frente a mí, privada de la cista, temblando. Comienzo a desnudarte lentamente mientras escucho tu respirar acelerado.
No somos aristócratas pero tu eres mi reina, mi condesa, mi duquesa, mi sumisa…
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