lunes, 8 de abril de 2024

El gobierno de la piel

 


Es el gobierno de la piel el escenario donde se teje una danza armada con deseos, esa piel donde una cuerda de seda susurra melodías de pasión, donde el poder y la sumisión se funden en un abrazo interminable. Ese juego de corrupción consentida que investiga nuestros límites con delicadeza y devoción. ¿Qué sentido tendría negarse a eso? Algunos podrían argumentar con que inmovilizar a alguien es un símbolo de opresión cuando esas sogas firmemente construidas en torno a las muñecas y los tobillos son, en realidad, lazos de libertad, en la sinfonía de la piel. Algo deseado, aunque también temido. En la sinergia de todas esas definiciones que construyen la palabra "morbo" es donde escribimos poemas de amor, escritos con más fiebre que razón. Así deben ser las cosas.

En ese santuario levantado desde la complicidad, se vislumbran nuevos horizontes. Un lugar donde la entrega es un acto de coraje, donde la dominación es un acto de generosidad. Bajo el manto de la noche, se cruzan las almas afines buscando cosas diferentes a cuanto buscan el resto de los mortales. De esta forma, enlazados en una danza de sudor, se escribe con delicada caligrafía la definición de dominante y dominado, escribiendo con respeto y devoción. Donde cada palabra, cada gesto, cada caricia, cada grito, cada emoción son un tributo al amor, en su más profunda libertad. De nuevo... ¿Qué sentido tendría negarse a eso?

Somos arquitectos de nuestro destino, somos buceadores intrépidos bajo la superficie de un mar turbulento que espumea sobre nuestros deseos profundos. En un mundo donde las expectativas sociales intentan restringirnos, somos los guardianes de nuestra autenticidad. Somos quienes decidimos ser, guiados por nuestros principios y valores, mientras continuamos sumergiéndonos en las profundidades de nuestras pasiones. La mejor decisión es negarnos a ser encarcelados por convenciones obsoletas o por el juicio de cualquier otro que no seamos nosotros. Exploradores, guardianes y gobernantes de nuestras almas. Somos, en última instancia, los maestros de nuestro propio destino. Finalmente... ¿Qué sentido tendría negarse a eso?

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