La señora X es enóloga, ya sabéis, esa raza de personas que
meten la nariz en una copa llena de un liquido prensado desde varios racimos de
uva y después sentencian con inusuales adjetivos aquello que el resto de los
mortales desconocemos. Desde pequeño siempre me fascinó esa profesión, imagino
que porque mi padre era un amante del vino (aunque saliese de una barrica de
madera en una bodega de barrio) y mi obsesión llegó a tal nivel de estupidez
que años más tarde comencé a comprarme libros sobre enología e incluso llegué a
tener una libreta donde apuntaba notas de cata y guardaba las etiquetas de los
vinos. Toda esta obcecación se esfumó cuando caí en la cuenta de que ser enólogo
es una cosa y ser un aficionado a los vinos es otra que solo funciona si puedes
probar buenos vinos. Incluso llegué a tener una bodega en casa, pero cometí el pecado
de construirla en el comedor que quedaba muy bonito cuando venía visitas pero
que también me hizo descubrir que, con cambios de temperatura, luz, humedad, etc.
lo único que conseguía es que, en vez de envejecer, algunos caldos se cristianizaban
en vinagre que no servía ni para cocinar, dando paso a una decepción que
enterró mi afición en cal viva.
Hace poco supe de la señora X y el averiguar que era enóloga
hizo que todos esos recuerdos de prepotencia e inconsciencia volvieran a la luz
forzándome a recordar las mil estupideces que acometía de joven en la creencia
de que era el tipo más audaz, capaz e inteligente del planeta. La realidad es
que era un lerdo con insuflas de aspirante a nada. Algo que, he de reconocer,
no ha cambiado en demasía.
Ahora no bebo vino porque, con el avanzar del calendario, he
descubierto que esos azucares en forma de caldo construyen en mi cabeza tan
magnificas migrañas que apenas soy capaz de acercar una copa de vino a mis
labios y solo si es un vino de calidad. He desenmascarado la dolorosa realidad
de que debo tener genes de próspero terrateniente porque el vino obscenamente
caro no acaba en migraña.
Pero, por (doble) desgracia soy un menesteroso de la vida
que tiene mas deudas que dinero en el banco.
De todas formas, no he venido aquí a hablar de mis
experiencias con el vino sino de la señora X.
Aunque ahora que reflexiono, llamarla señora puede que sea
una falta de respeto. ¿Si la llamase señorita también lo seria? Puestos a llamar,
llamadme antiguo porque creo haber perdido toda capacidad de saber como
dirigirme o charlar con alguien sin faltarle al respeto. Lo intento, pero
siempre caigo en los tópicos de quien ha nacido en una época cuando la
televisión en color era un artículo de lujo.
X es enóloga y está casada. No se más de ella aparte de que
es una mujer ocupada y que se expresa con esa aridez propia de alguien atacado
de timidez o de quien está de vuelta de todo. Tampoco me preocupa la economía de
la palabra porque eso compensa mi verborrea y la balanza finalmente se equilibra.
Conocer a una persona es como abrir una botella de vino,
descorchando lentamente para saber mas de esa botella en este primer acto, observando
al trasluz sus colores, la lagrima, los olores, los gustos (y eso que llaman
retrogustos), saboreando, conociendo y dejando que sea tu cerebro confuso por
el alcohol quien decida si quiere continuar bebiendo tal caldo.
No conozco a X, me gustaría conocerla, quizás por esa intuición
de que pueda ser interesante, quizás porque puede ser mi vía de acceso a esos carísimos
vinos que no me produzcan dolor de cabeza o quizás porque el saber que una
mujer casada busca distracciones fuera del matrimonio es algo que me parece tan
atrayente como una bolsa llena de dinero abandonada en el pavimento de una
calle vacía.
No me juzguéis, ya he escrito antes que, aunque han pasado
los años sigo siendo ese lerdo con insuflas de aspirante al vacío.
Y aquí acaba este relato que no es tanto un relato como una
reflexión sobre el pasado, el presente y algún futuro que no acierto a vislumbrar
Quizás debería volver a graduarme la vista, quizás debería dejar de pensar y
escribir. Quizás debería dejar a M en paz y gastarme el dinero en un buen vino.
La vida está construida de muchos quizá, ese es el encanto.
Porque sin dudas, sin respuestas sin responder, sin
emociones… la vida se convierte en un vino barato. Y no quiero que vuelva a
dolerme la cabeza.