viernes, 17 de mayo de 2024

Reflexiones sobre vinos, juventud y un lerdo que nunca ha dejado de serlo

 



La señora X es enóloga, ya sabéis, esa raza de personas que meten la nariz en una copa llena de un liquido prensado desde varios racimos de uva y después sentencian con inusuales adjetivos aquello que el resto de los mortales desconocemos. Desde pequeño siempre me fascinó esa profesión, imagino que porque mi padre era un amante del vino (aunque saliese de una barrica de madera en una bodega de barrio) y mi obsesión llegó a tal nivel de estupidez que años más tarde comencé a comprarme libros sobre enología e incluso llegué a tener una libreta donde apuntaba notas de cata y guardaba las etiquetas de los vinos. Toda esta obcecación se esfumó cuando caí en la cuenta de que ser enólogo es una cosa y ser un aficionado a los vinos es otra que solo funciona si puedes probar buenos vinos. Incluso llegué a tener una bodega en casa, pero cometí el pecado de construirla en el comedor que quedaba muy bonito cuando venía visitas pero que también me hizo descubrir que, con cambios de temperatura, luz, humedad, etc. lo único que conseguía es que, en vez de envejecer, algunos caldos se cristianizaban en vinagre que no servía ni para cocinar, dando paso a una decepción que enterró mi afición en cal viva.

Hace poco supe de la señora X y el averiguar que era enóloga hizo que todos esos recuerdos de prepotencia e inconsciencia volvieran a la luz forzándome a recordar las mil estupideces que acometía de joven en la creencia de que era el tipo más audaz, capaz e inteligente del planeta. La realidad es que era un lerdo con insuflas de aspirante a nada. Algo que, he de reconocer, no ha cambiado en demasía.

Ahora no bebo vino porque, con el avanzar del calendario, he descubierto que esos azucares en forma de caldo construyen en mi cabeza tan magnificas migrañas que apenas soy capaz de acercar una copa de vino a mis labios y solo si es un vino de calidad. He desenmascarado la dolorosa realidad de que debo tener genes de próspero terrateniente porque el vino obscenamente caro no acaba en migraña.

Pero, por (doble) desgracia soy un menesteroso de la vida que tiene mas deudas que dinero en el banco.

De todas formas, no he venido aquí a hablar de mis experiencias con el vino sino de la señora X.

Aunque ahora que reflexiono, llamarla señora puede que sea una falta de respeto. ¿Si la llamase señorita también lo seria? Puestos a llamar, llamadme antiguo porque creo haber perdido toda capacidad de saber como dirigirme o charlar con alguien sin faltarle al respeto. Lo intento, pero siempre caigo en los tópicos de quien ha nacido en una época cuando la televisión en color era un artículo de lujo.

X es enóloga y está casada. No se más de ella aparte de que es una mujer ocupada y que se expresa con esa aridez propia de alguien atacado de timidez o de quien está de vuelta de todo. Tampoco me preocupa la economía de la palabra porque eso compensa mi verborrea y la balanza finalmente se equilibra.

Conocer a una persona es como abrir una botella de vino, descorchando lentamente para saber mas de esa botella en este primer acto, observando al trasluz sus colores, la lagrima, los olores, los gustos (y eso que llaman retrogustos), saboreando, conociendo y dejando que sea tu cerebro confuso por el alcohol quien decida si quiere continuar bebiendo tal caldo.

No conozco a X, me gustaría conocerla, quizás por esa intuición de que pueda ser interesante, quizás porque puede ser mi vía de acceso a esos carísimos vinos que no me produzcan dolor de cabeza o quizás porque el saber que una mujer casada busca distracciones fuera del matrimonio es algo que me parece tan atrayente como una bolsa llena de dinero abandonada en el pavimento de una calle vacía.

No me juzguéis, ya he escrito antes que, aunque han pasado los años sigo siendo ese lerdo con insuflas de aspirante al vacío.

Y aquí acaba este relato que no es tanto un relato como una reflexión sobre el pasado, el presente y algún futuro que no acierto a vislumbrar Quizás debería volver a graduarme la vista, quizás debería dejar de pensar y escribir. Quizás debería dejar a M en paz y gastarme el dinero en un buen vino.

La vida está construida de muchos quizá, ese es el encanto.

Porque sin dudas, sin respuestas sin responder, sin emociones… la vida se convierte en un vino barato. Y no quiero que vuelva a dolerme la cabeza.


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