Miras la pantalla de tu teléfono
por enésima vez en la última hora. Las luces del bar reflejan destellos en el vaso de agua que giras distraídamente en tu mano. Tienes la boca seca. Frente a
ti, el mensaje sigue ahí, simple y directo, como un eco persistente en tu mente. Has reescrito el mensaje demasiadas veces pero aun no te has atrevido a enviarlo ni una sola vez.
Conociste a ese hombre meses
atrás, cuando vuestras vidas se cruzaron entre risas que nunca significaron nada
más. Había algo en su forma de hablar, en su risa que arranca pequeñas grietas
en la armadura que llevas años construyendo. Es alguien de quien nunca te enamorarías,
pero también es alguien que quieres tener a tu lado. Aunque sólo en ciertos momentos. ¿Qué momentos son esos?
La relación con tu pareja es sólida, un devenir tejido entre aficiones compartidas y discusiones por bobadas. La pasión que os unía parece haberse disipado, como el aroma de un perfume que alguna vez fue embriagador. Lo que antes era respirar, ahora son algunas bocanadas de aire de vez en cuando. Pero siguen sucediendo lo que te hace pensar que el otro hombre es un peligroso espejismo.
La mirada del otro alimenta tu curiosidad, algo que no sentías desde hacía tiempo. Y aunque sabes que cada encuentro casual con él ha sido tan trivial como entretenido, nunca pensaste que terminaría aquí, con un mensaje que encenderá fuegos que no sabes como apagar. Borrar el mensaje y volver a casa, eso es lo que deberías. Sobre todo, porque ese hombre no es el tipo de hombre que siempre has tenido a tu lado. No es el hombre que querrías a tu lado. Eso da demasiado miedo.
Respiras hondo y piensas en tu
pareja. En su sonrisa adormilada por las mañanas, en los abrazos apretados
después de un mal día. Lo amas, pero el amor y el deseo a veces hablan idiomas diferentes. La curiosidad es demasiada.
Siempre has sido una mujer independiente y segura de tí misma. Has
construido una vida basada en la determinación. Sin embargo, en las noches
más silenciosas, hay algo dentro de tu pecho que te inquieta, una voz susurrante que
apenas te atreves a escuchar.
Dejas la copa de agua en la barra, pagas la consumición y te levantas, con la sensación de que a cada paso que das, te acercas más al borde de algo desconocido. Cruzas la puerta del bar con el teléfono en la mano el maldito mensaje grabado a fuego en tu mente. Una frase que aún no te atreves a enviar, aunque lo estés deseando. "¿Qué estoy buscando realmente?", te preguntas. Pero la respuesta no está en el mensaje, ni en tu pareja, ni en este otro hombre. La respuesta está en ti misma.
Y esa es la parte más aterradora.
Al volver a casa, frente al espejo de tu habitación, te observas con detenimiento. El reflejo devuelve la imagen de lo que ya conoces: cabello perfectamente arreglado, sin demasiado maquillaje, una apariencia que proyecta cierta autoridad. Pero bajo esa fachada se oculta un anhelo que llevas años guardando, un deseo que no has compartido con nadie. El deseo de ceder. El deseo de enviar el mensaje a aquel hombre para decirle que eres suya, que quieres cederle todo el control. La respuesta está en la libertad que eso te brinda.
Ahora se abre la posibilidad de dejar de ser la que siempre tiene que saberlo todo, planearlo todo, controlarlo todo. Imaginas el peso del mundo cayendo desde tus hombros en ese momento de rendición, en ese instante en que alguien asume el mando, no por imponerse, sino por cuidarte, por guiarte, por liberarte de ti misma. No se trata de un capricho, es una pulsión primitiva, que te pide soltar el control que tanto te ha costado construir. ¿Cómo puede que una mujer como tú, acostumbrada a tomar decisiones, a ser la líder en cada aspecto de su vida, desees ahora rendirse por completo ante un casi desconocido?
Debes enviar ese mensaje y salir de casa para ir a su encuentro, imaginando que la fantasía se
expande hasta cruzar la frontera de la realidad. En tu mente no hay juicio ni
reproches, solo un espacio donde ser tu misma. No necesitas explicarlo, ni
siquiera comprenderlo del todo. Solo sabes que, en lo más profundo de tu ser, ese
deseo no es una contradicción, sino una extensión de ti misma: una búsqueda de
equilibrio entre fuerza y vulnerabilidad, control y entrega.
Vuelves a mirarte en el espejo: el susurro de lo prohibido ya no es el enemigo. Ahora es un aliado que te invita a explorar. Dejas de resistirte y permites que el susurro se convirtiera en una promesa de algo más. Coges el móvil y te dispones a enviar un mensaje, esperando que ese otro hombre entienda la respuesta: Estás convencida de que contestará afirmativamente, aunque entienda nada. Su mirada siempre le ha mostrado esa posibilidad muda.
“hola, ¿podemos quedar y te cuento
algo?”.
Envías el mensaje. Ahora solo
queda esperar la respuesta.
Y esa, de repente, pasa ahora a ser la parte más
aterradora.
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