miércoles, 15 de enero de 2025

Laura frente al mar (relato)




Laura está sentada sobre una piedra, en un acantilado frente al mar, sus pies desnudos y los zapatos dentro de su bolso, mueve las piernas al compás de las olas. Levanta la mirada al cielo y observa ese cielo que en algún momento fue diferente, o quizás ella era la diferente. El tiempo ha pasado, las cosas han sucedido, pero ella sigue siendo ella y eso es alguien que poca gente entiende. Laura siente que es la misma que treinta años atrás, pero nada de cuanto la rodea dice lo mismo. Absolutamente todo, desde las personas a las cosas, le recuerdan que el tiempo es otro. Pero Laura quiere seguir siendo la misma niña sentada en esa misma roca del paseo. Mirando el mar e imaginando que puede ser una sirena o un delfín, que le queda toda la vida por delante para ser lo que quiera. Pero todos, desde esas personas a esas cosas, siguen recordándole que el tiempo es otro. Y Laura ya no puede más, siente sus hombros y brazos doloridos de soportar todos y cada uno de los problemas de los demás. ¿Y quien se preocupa de su bienestar? Hay días que siente que es como un servicio de guardia al que cualquiera puede llamar para pedir consejo o brindarle un problema a solucionar, sea propio o ajeno. Pero Laura solo quiere seguir siendo Laura, meciendo los pies sobre las olas, sintiendo el aroma del mar, el viento sobre su cara, las nubes golpeándose unas contra otras en el cielo azul. Un mundo casi perfecto donde Laura podría levantarse e ir a donde quisiese sin más responsabilidades que las de ser feliz. Por supuesto que ama a sus hijos, por encima de cualquier otra cosa, a su familia a sus amigos, a todo el mundo. Pero el amor no evita que todas esas personas imaginen que ella es la roca mas dura del acantilado. Y no lo es. Por eso hay días que se derrumba buscando un error que no existe. Porque vivir significa abandonar a esa Laura juvenil, pero también significa comenzar a asumir que los problemas forman parte de la vida.

Hacerse mayor es aprender el idioma del tiempo, ese que habla en arrugas y escribe memorias en las líneas de nuestras manos. Laura se ha dado cuenta que el paso del tiempo planta silencios donde antes hubo tormentas y viceversa. Hacerse mayor no significa perder la juventud, sino descubrir la belleza en lo imperfecto, en los pasos más lentos, en las cicatrices que cuentan historias que el mundo apenas puede imaginar.  En darte cuenta de que aquellos que amas se hacen mayores y eso implica un cambio en tu vida, porque Laura, sigues imaginando que es la Laura de hace 30 años. Mirarse al espejo y contemplar todas las versiones de ti, esa niña que soñaba con volar, esa joven que corría contra el viento sin el menor pudor y toda la inconsciencia de alguien a quien le queda mucho por vivir. Entender que no se trata del tiempo que pasa, sino del tiempo que queda, de los abrazos que aún esperan, de los amaneceres que aún pueden robarnos el aliento si encontramos la manera. Se trata de encontrar la novedad en lo cotidiano. Hacerse mayor es un pacto con la vida para seguir amándola a pesar del peso de las hojas caídas que el otoño deja.  Porque en cada paso que das, en cada risa compartida, eso te debería recordar que no estamos envejeciendo, sino que estamos floreciendo de otra manera.  Y eso es un cambio al que abrazar con alegría, a pesar de que el paso de los años implique que todo se desmorone a nuestro alrededor.

Las personas que amamos enferman o mueren, nuestro cuerpo comienza a fallar, nuestros hijos dejan de escucharnos y nuestra casa se agrieta. Pero eso solo son las consecuencias.

Laura, sentada en esa piedra, observa el mar y sabe que, aunque nada volverá a ser lo mismo, ella, en el fondo, es la misma. Y en ese momento toma una decisión, debe amar el error igual que el acierto, debe amar la decadencia igual que la novedad, debe comprender que la vida es un cúmulo de problemas que nunca acabará. 

Pero estamos vivos, amamos, somos amados y el mar sigue siendo igual de maravilloso.

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