Hay algo en la manera en que la Señora E. sostiene la mirada que desarma. No es solo belleza, es presencia. Una forma de estar frente a ti que te envuelve sin esfuerzo, como una brisa tibia que roza apenas la piel, pero deja un escalofrío que dispara tu imaginación. Su mirada, pausada y segura, es un secreto a punto de revelarse, una invitación velada a cruzar un umbral donde la calma y el deseo se encuentran.
Su piel parece hecha para la contemplación y el roce, para el lenguaje silencioso de los dedos que exploran con devoción. El cabello, con destellos dorados, enmarca su rostro con una suavidad casi irreal. Y en cada movimiento suyo hay un ritmo lento, hipnótico, como si bailara con el tiempo, como si supiera que todo a su alrededor se detiene solo para verla. No puedo dejar de contemplar esos tatuajes
en sus antebrazos, esa mirada triste, esas rotundas caderas donde a uno le apetecería reposar la cabeza y quedarse profundamente dormido.
La Señora E. no necesita hablar para encender. Su sola presencia provoca una inquietud dulce, un anhelo que nace en el pecho y desciende con lentitud. Hay en ella una sensualidad elegante, que no se deja descubrir. Quizás cansada de que todos busquen lo mismo en ella. Y eso la hace aún más irresistible.
Estar cerca de ella es estar al borde de algo que no se nombra. Una mezcla de admiración y deseo, de respeto y hambre. Porque hay cuerpos que se miran y se olvidan, pero el de la Señora E. —su esencia, su aura, su forma de habitar el espacio— se queda. Se siente. Se desea.
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