La ordené que me esperaré cerca de su casa, en una zona sin construcciones a las afueras del pueblo, un desangelado lugar sembrado de pinos y contenedores de basura. No era un bonito escenario, pero era el mejor que pude imaginar para mi propósito. Esa orden escondía otra: debía ir vestida lo más extremada posible, entendiendo "extremada" como" breve". Soy consciente de que el tópico de que una mujer es más deseable cuanto más desnuda esté, funciona en los relatos y en el imaginario masculino. No lo hice por eso: lo que pretendía era provocar su incomodidad. A medianoche y exhibida a las afueras de su propio pueblo. Aunque nadie pudiese verla, seguiría exhibida. Ese tipo de incomodidad que excita en la misma medida que produce rechazo. Me gusta colocar un diablo en uno de sus hombros y un ángel en el otro para que las personas se den cuenta de que ambos (y ninguno de los dos) tienen razón. Pero resulta que aquella mujer era más valiente de lo que ella misma imagina. Cuando llegué con el coche distinguí prontamente su figura. Ahí estaba, con una falda corta, medias negras, tacones y una especie de jersey con un gran escote. La melena castaña caía sobre sus hombros e, incluso en la noche, pude adivinar el reflejo de esos ojos donde me gusta verme reflejado. Al escuchar el motor del coche, al ver las luces de los faros, la mujer dio dos pasos hacia atrás, escapando a la luz de la farola, escondiéndose en las sombras como si eso pudiese protegerla. Llegue a su altura y bajé la ventanilla de mi coche. Ella se acercó y su semblante pareció relajarse al verme.
-Buenas noches -dije.
-Hola -contestó.
La orden había sido clara: debía esperarme en un lugar donde podría esperar una prostituta a sus clientes, vestida de prostituta y actuar conmigo como tal, haciendo ver que era un cliente que veía por primera vez en su vida.
Al agacharse y apoyarse en mi ventanilla pude ver, a través de su escote, que no llevaba ropa interior. Buena puta, mejor sumisa. Porque eso es lo que quería que fuese esa noche: una puta. El idioma castellano nos permite decirlo de mil formas: prostituta, ramera, cortesana, meretriz, buscona, fulana, furcia, pupila, buscona, pelandusca, zorra y mil más a cuál más desafortunada. O no. Había escogido la palabra que a ella le calentaba: puta. También podría haber escogido “zorra”, se que eso le hubiese dolido. Pero si utilizaba “puta” ella no podría protestar porque es en lo que deseaba convertirse, aunque fuese solo durante unas horas.
-¿Cuánto? -pregunté.
-Veinte euros una mamada, treinta por follar -contestó ella.
Había hecho los deberes, que buena sumisa.
-Una mamada -dije yo- pero sin goma. Y quiero correrme en tu boca.
-Eso te costará diez euros más.
Estaba metida en su papel. Aun temblando de frío, pero en su papel. La primera vez que le hablé del emputecimiento, ella negó con la cabeza al entender que quería que tuviese sexo con otro hombre por dinero. La saqué de su error, el emputecimiento también puede ser una forma de fantasía donde solo caben el amo y su sumisa. Una fantasía donde fingen no conocerse y actúan como cliente y meretriz. Ella sonrió al comprender lo que yo quería y asintió.
Porque es lo que ella, sin saberlo, había estado deseando siempre.
-De acuerdo, sube -dije.
Preferí no alargar la conversación. Allí en las afueras del pueblo, era improbable que nadie pudiese vernos. Pero tampoco debía jugar con esa posibilidad porque era lo que mas le incomodaba a ella y, de momento, lo estaba haciendo bien.
Subió en el coche y le pregunté dónde ir. Ella me indicó un descampado a poco menos de dos kilómetros, junto a la autopista. Durante el trayecto no dijimos nada. Como dos desconocidos a los que solo une una transacción mercantil. Por la forma de retorcer su bolso, supe que estaba más nerviosa que en otras ocasiones. Éramos amo y sumisa desde hace un tiempo, habíamos hecho muchas cosas en muchas sesiones, pero ahora, ella mostraba la cara más deliciosa de la timidez, de la duda, del desconocimiento. O eso o estaba metida en su papel de forma tan perfecta que merecía ganar un Oscar de Hollywood.
Llegamos al descampado, aparqué y comencé a bajarme los pantalones.
-Los treinta euros antes que nada -dijo ella.
Oscar de Hollywood, sin lugar a dudas.
Saqué un billete de treinta y se lo tendí. Después le enseñé otro de diez.
-Diez euros más si te lo tragas.
Ella fingió expresión de fastidio, pero me arrancó el billete de las manos. Se había tragado mi semen muchas veces antes, pero ahora, en aquel momento, había comprendido lo que significaba sumergirse por completo en un rol. Y lo estaba haciendo de maravilla. No era solo un chapuzón, sino que se había lanzado al agua y estaba buceando hacia las profundidades. Incluso cuando comenzó a chuparme la polla, lo hacía de manera diferente a lo habitual. En nuestras sesiones le había enseñado cómo hacerlo. O mejor dicho, como me gusta a mí que me lo hagan. MI sumisa había aprendido poco a poco y, con el tiempo, se había convertido en la perfección succionadora. Aunque ahora, metida en su papel de prostituta, mostraba cierta mecánica que era diferente a cuanto habíamos experimentado antes. ¿Y si el hecho de pagarle porque me chupase la polla la había enfadado? Apreté su cabeza con fuerza para hundir mi pene en su garganta, ella tosió y se liberó de mi mano. Después dejó de chupármela y me lanzó una mirada cargada de odio.
-No vuelvas a hacerlo, pagar no te da derecho a eso.
Muchas veces antes, durante las sesiones, la había ahogado con mi pene hasta hacerla llorar, toser e incluso vomitar. Siempre había obedecido sin rechistar. Ahora rechazaba eso, completamente fagocitada por su papel.
Continuó chupando hasta que no pude retrasarlo más y exploté en su boca. Ella continuó chupando unos segundos más (ese minuto de oro que todo hombre sueña), limpiando los restos con su lengua. Después me miró, abrió su boca y me enseñó que se lo había tragado todo.
Volví a dejarla en las afueras del pueblo, sin cruzar palabra, solo un adiós, tan frío como la noche misma, para la mejor de las sumisas.