lunes, 8 de abril de 2019

Puta y sumisa, sumisa y puta (Relato)

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La ordené que me esperaré cerca de su casa, en una zona sin casas a las afueras del pueblo, un desangelado lugar sembrado de pinos y contenedores de basura. No era el escenario ideal, pero era el mejor que pude imaginar para el propósito de cuanto íbamos a hacer. Esa orden escondía otra: debía ir vestida lo más extremada posible, entendiendo "extremada" como" breve". Soy consciente de que este tópico de que una mujer es más deseable cuanto más desnuda esté, funciona en los relatos y en el imaginario masculino más antiguo y retrógrado. No lo hice por eso: simplemente quería que estuviese incómoda. A medianoche y exhibida a las afueras de su propio pueblo. Ese tipo de incomodidad que sé que excita a mi sumisa en la misma medida que rechaza. Me gusta colocar un diablo en uno de sus hombros y un ángel en el otro para que se dé cuenta de que ambos (y ninguno de los dos) tienen razón. Pero resulta que mi sumisa es más valiente de lo que ella misma imagina. Cuando llegué con el coche distinguí prontamente su figura. Ahí estaba, con una falda corta, medias negras, tacones y una especie de jersey con un gran escote. La melena rubia y rizada caía sobre sus hombros e, incluso en la noche, pude adivinar el reflejo de esos ojos donde me enamora verme reflejado. Al ver acercarse un coche, mi sumisa dio dos pasos hacia atrás, escapando a la luz de la farola, escondiéndose en las sombras como si eso pudiese protegerla. Llegue a su altura y bajé la ventanilla de mi coche. Ella se acercó y su semblante pareció relajarse al verme.

-Buenas noches -dije.

-Hola -contestó ella.

La orden había sido clara: debía esperarme en un lugar donde podría esperar una prostituta a sus clientes, vestida de prostituta y actuar conmigo como tal, haciendo ver que era un cliente que veía por primera vez en su vida.

Al agacharse y apoyarse en mi ventanilla pude ver, a través de su escote, que no llevaba ropa interior. Buena puta, mejor sumisa. Porque eso es lo que quería que fuese esa noche: una puta. El idioma castellano nos permite decirlo de mil formas: prostituta, ramera, cortesana, meretriz, buscona, fulana, furcia, pupila, buscona, pelandusca, zorra y mil más a cuál más desafortunada.

Escogí la palabra que a ella menos le gustaría: puta. También podría haber escogido “zorra”, se que eso le hubiese dolido. Pero si utilizaba “puta” ella no podría protestar porque es en lo que se acababa de convertir.

-¿Cuánto? -pregunté.

-Veinte euros una mamada, treinta por follar -contestó ella.

Había hecho los deberes, que buena sumisa.

-Una mamada -dije yo- pero sin goma. Y quiero correrme en tu boca.

-Eso te costará diez euros más.

Desde luego había estado estudiando para sacar nota. Estaba metida en su papel. Aun temblando de frio, pero en su papel. La primera vez que le hablé del emputecimiento, ella negó con la cabeza al entender que quería que tuviese sexo con otro hombre por dinero. La saqué de su error, el emputecimiento también puede ser una forma de fantasía donde solo caben el amo y su sumisa. Una fantasía donde fingen no conocerse y actúan como cliente y meretriz. Ella sonrió al comprender lo que yo quería y asintió.

De eso hacía una semana.

-De acuerdo, sube -dije.

Preferí no alargar la conversación. Allí en las afueras del pueblo, era improbable que nadie pudiese vernos. Pero tampoco debía jugar con esa posibilidad porque era lo que mas le incomodaba a ella y, de momento, lo estaba haciendo bien.

Subió en el coche y le pregunté donde ir. Ella me indicó un descampado a poco menos de dos kilómetros, junto a la autopista. Durante el trayecto no dijimos nada. Como dos desconocidos a los que solo une una transacción mercantil. Por la forma de retorcer su bolso, supe que estaba mas nerviosa que en otras ocasiones. Éramos amo y sumisa desde hace un tiempo, habíamos hecho cientos de cosas en decenas de sesiones, pero ahora, ella mostraba la cara mas deliciosa de la timidez, de la duda, del desconocimiento. O eso o estaba metida en su papel de forma tan perfecta que merecía ganar un Oscar de Hollywood.

Llegamos al descampado, aparqué y comencé a bajarme los pantalones.

-Los treinta euros antes que nada -dijo ella.

Oscar de Hollywood, sin lugar a dudas.

Saqué un billete de treinta y se lo tendí. Después le enseñé otro de diez.

-Diez euros mas si te lo tragas.

Ella fingió expresión de fastidio, pero me arrancó el billete de las manos. Se había tragado mi semen muchas veces antes, pero ahora, en aquel momento, mi sumisa había comprendido lo que significaba sumergirse por completo en un rol. Y lo estaba haciendo de maravilla. No era solo un chapuzón, sino que se había lanzado al agua y estaba buceando hacia las profundidades. Incluso cuando comenzó a chuparme la polla, lo hacía de manera diferente a lo habitual. En nuestras sesiones le había enseñado como hacerlo. O mejor dicho, como me gusta a mí que me lo hagan. MI sumisa había aprendido poco a poco y, con el tiempo, se había convertido en la perfección succionadora. Aunque ahora, metida en su papel de prostituta, mostraba cierta mecánica que era diferente a cuanto habíamos experimentado antes. ¿Y si el hecho de pagarle porque me chupase la polla la había enfadado? Apreté su cabeza con fuerza para hundir mi pene en su garganta, ella tosió y se liberó de mi mano. Después dejó de chupármela y me lanzó una mirada cargada de odio.

-No vuelvas a hacerlo, pagar no te da derecho a eso.

Muchas veces antes, durante las sesiones, la había ahogado con mi pene hasta hacerla llorar, toser e incluso vomitar. Y siempre había obedecido sin rechistar. Pero ahora rechazaba eso, completamente fagocitada por su papel.

Continuó chupando hasta que no pude retrasarlo más y exploté en su boca. Ella continuó chupando unos segundos más (ese minuto de oro que todo hombre sueña), limpiando los restos con su lengua. Después me miró, abrió su boca y me enseñó que se lo había tragado todo.

Volví a dejarla en las afueras del pueblo, sin cruzar palabra, solo un adiós, tan frío como la noche misma, para la mejor de las sumisas.

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