Confundimos el amor con toda clase de sentimientos semejantes:
cariño, deseo, amistad, hambre emocional y, a veces, incluso con el hambre o el
sueño. No nuestra culpa: el amor no es un sentimiento puro, sino más bien una
especie de cóctel emocional del que no existe receta. Basta que nos crucemos la
mirada con alguien, que esa persona nos haga reír o nos abrace cuando estamos
medio rotos, para que el cerebro —ese bromista bioquímico— declare con
entusiasmo: “¡Estoy enamorado!”
A veces, ni siquiera es complejo. Un poco de afecto y ya hay
quien asume que hay amor de por medio. “Si me das cariño, es que me amas”,
decimos, como si los gestos humanos vinieran con etiquetas. La realidad es una
hermosa confusión afectiva, generada por siglos de poesía, películas de
sobremesa y ese hábito ancestral de romantizar hasta los buenos días de una
persona desconocida en un ascensor.
Si nos ponemos en modo científico —y aquí viene la parte
donde arruinamos la magia—, todo se reduce a química. Tu corazón no se rompe
por amor; se activa una serie de neurotransmisores y reacciones hormonales que
hacen que sientas que se te parte el alma. Spoiler: los corazones rotos
nunca se rompen. Esa sonrisa que te derrite podría no ser más que un estímulo
visual que tu cerebro interpreta como una señal para liberar dopamina,
oxitocina o, en términos más directos, “el pack básico del enamoramiento”.
Pero ha sido solo una sonrisa, tan solo un buenos días en el
ascensor, tan solo un mensaje de whatsapp con un emoticono lanzando un beso. La
química del cerebro es nuestro peor enemigo.
Y cuando te atrae un rostro hermoso, lo que estás admirando,
en realidad, es una estructura compleja de átomos que forman tejidos, músculos,
huesos y, con suerte, una expresión simpática. Lo romántico sería decir “me
encanta tu sonrisa”; lo científico sería: “me fascina cómo tus células
epiteliales se organizan para generar un patrón facial simétrico con activación
emocional positiva”.
En resumen, podríamos desromantizar absolutamente todo si
aplicamos el filtro de la ciencia. Somos básicamente recipientes de agua con
carbono —ya lo definían así en Star Trek antes de que fuera cool—, deambulando
por la vida, obsesionadas con otras bolsas de agua que nos activan la amígdala
cerebral.
Y aun así… ves una sonrisa, y el universo frena de golpe.
Desearías que esa persona girase en torno a ti como si fueras el centro de su
sistema solar emocional. Quieres reemplazar a otro en su cama, en su vida, en
su playlist de favoritos. ¿Eso es amor? ¿Deseo? Quién sabe. Lo cierto es que
todo eso —el “te quiero”, el “me muero por verte”, el “te echo de menos”— no
son más que procesos químicos muy eficientes que, por alguna razón, nos hacen
sentir que vivir tiene un poco más de sentido.
Aunque seamos, al final del día, átomos con sentimientos...
o sentimientos con exceso de átomos.
Y, a pesar de eso, gracias a Dios, sigue siendo emocionante,
excitante e incluso prohibido. O gracias a la química, si no creéis en Dios.