Hay días en que nos levantamos y nos apetece desayunar algo salado. Al día siguiente nos morimos por algo dulce. No hay una ciencia exacta en eso más allá del hecho de que nuestro cerebro es tan voluble como una voluta nacida de la mejor de las ascuas. ¿Os imagináis cada día desayunando galletas? Los healthy dirán que cada día desayunan uno de esos cuencos con aguacate, brotes y avena, acompañado de un zumo de papaya. Que no os engañen: ese cuenco es solo para la foto de Instagram, después de subirla lo tiran a la basura y se hacen un bocadillo de jamón del bueno y una cerveza.
Mi reflexión sería que no podemos estar siempre comiendo lo mismo, viviendo lo mismo, observando y siendo observados por los mismos. Podríamos, pero entonces la vida sería tan aburrida como una película de Isabel Coixet. Nos gusta la repetición, solo hay que comprobar los capítulos de "Los Simpson" o "La que se avecina" que repiten una y otra vez por televisión con audiencias que ya habían visto esos capítulos y los volverán a ver. ¿Por qué sucede eso? Pedimos siempre el mismo pescado en el mismo restaurante o vemos varias veces la misma película porque son territorios de placer conocidos.
La disyuntiva es: ¿quedarte con lo que te gusta sin atreverte a ir más allá o ponerte la escafandra y bucear en aguas desconocidas? Quizás la respuesta es una combinación de ambas. Porque vivir siempre en el eterno conformismo o en la continua experimentación parece, en ambos casos, contraproducente.
Pero claro, en cuestiones emocionales o intelectuales, en relaciones personales, es complicado compaginar varios placeres sin sentirte como Judas recogiendo las monedas. ¿Qué hacer entonces? Vuelvo a mi teoría de que hay demasiados vehículos a los que se les estropean los frenos para quedarnos quietos en la calle. Hay que moverse, hay que probar y hay que vivir.
Porque la opción contraria es demasiado aburrida.